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Duane Keiser |
Esta tarde me he sentado un
buen rato en el sofá donde pasaba las horas mi padre estos últimos años. Al
lado, en la mesilla, las gafas y su agenda marrón. La he abierto. Escribía a
diario con su letra de médico. Notas encabalgadas unas sobre otras que días
después, cuando conseguía hacer los recados,
tachaba. Sus hijas, sus cuidadores, sus obsesiones y sus visitas médicas
se amontonan en esas páginas minúsculas encajadas sobre cuatro anillas antipáticas y pellizconas.
Todo repleto, en un caos que
sólo él controlaba, justo hasta el día del ingreso. Después, de repente, ya no hay nada. Probablemente uno de los disfraces de la muerte
sea el de las páginas en blanco. Sólo una nota en ese páramo vacío: la inyección que tenía programada para
hoy.
He estado a punto de tachar
esa nota. De romper esa página. De aullar. De acercarme al ambulatorio y reñir
al médico por haber programado esta visita imposible.
Pero al final no me he
atrevido a mancillar un futuro de su pasado que nunca llegará, aunque coincida
con este preciso instante. He vuelto a dejar la agenda sobre la mesilla, como
quien abandona el mapa de un territorio ignoto y peligroso. Y he regresado a la
tranquilizante línea del tiempo. He apuntado en mi agenda que mañana tengo que
seguir vaciando los armarios del piso de mis padres.