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Georgia O' Keeffe |
Supongamos que hemos leído en
algún lugar que el día de difuntos es el único día del año que a los vivos les
está permitido adentrarse en el mundo, habitualmente inaccesible, de los
muertos. Imaginemos que ese día se abre un resquicio, una pequeña grieta
vertical en la membrana que nos separa del universo donde habitan las sombras
tenues de los que un día estuvieron en nuestro espacio. Una brecha a través de
la cual los mortales introducimos castañas, panellets
y flores para alimentarlos. Ofrendas efímeras para seres volubles y leves.
El acceso a esa dimensión de
espíritus inconstantes está abierto a todos los vivos, pero solo algunos son
capaces de atravesarlo sin dañar el tejido de su propia existencia. En la
mayoría de los casos la gente tiene almas cuya textura parece más un hilván que
una tela, se desgarran y cuelgan flojas como una telaraña rota cuando intentan
atravesar la frontera. En cambio existen otras almas tersas y elásticas que
resisten la embestida de las sombras sin problemas. Almas que han trenzado sus
hilos con la dedicación y el cuidado de un encaje de bolillos: diseñando,
reparando, enlazando y tratando siempre de obtener un dibujo simétrico y bello.
Almas de algodón, de lino, de fibras resistentes tensadas a conciencia en el
telar del dolor y del placer asumidos.
Así es el alma de Engracia.
Hoy, víspera de todos los santos, la
vemos dirigirse a la peluquería para que al día siguiente en el
cementerio su padre la encuentre bien guapa. Al salir del trabajo y subir al
coche para ir a la peluquería recuerda, de repente, el sueño tan vívido que ha
tenido esa noche. Se veía a sí misma en
el cementerio recogiendo el plato de arroz y la vasija de agua que le había
llevado a su padre el día anterior. En esa lógica onírica en la que uno no se
extraña de los acontecimientos absurdos, se encuentra frente a la caja de
madera en un camposanto como los de las películas americanas: grandes
extensiones de césped bien cuidado salpicado de cruces y esculturas blancas, y
una música celta muy suave. Engracia recoge los restos de lo que no ha comido
su padre (en los últimos tiempos anda desganado) y se los lleva a casa. Sin que
se enteren las niñas mezcla los granos de arroz fosforescente con la paella que
está haciendo, y rellena las botellas de agua añadiendo a cada una de ellas
unas gotitas de agua de la vasija. Cuando mira las botellas a contraluz observa
un reflejo esmeralda en el líquido. Se asegura de que esté todo bien mezclado
para que su familia no detecte brillos extraños en la comida y después se despierta, satisfecha, con la tranquilidad que da el deber cumplido.
Presiona el embrague, pone la
primera, el intermitente para avisar y sale del aparcamiento.
La peluquera le tiñe y le
alisa el pelo. Mientras, ella hace cálculos domésticos: tiene que purgar los
radiadores para encender ya la calefacción, también ha de pasar por la
pastelería para comprar panellets y
por la floristería, en el cementerio las flores son muy caras.
Engracia no lo sabe, pero
nosotros sí porque lo hemos leído en un
artículo de antropología que habla sobre el significado del primero de
noviembre: “El día de Samahaim, los celtas encendían el primer fuego, origen de
todos los fuegos. Con él se encendían a su vez todos los fuegos de la isla”
Cuando la peluquera acaba de
maquillarla, Engracia se mira al espejo preguntándose cómo la encontrará su
padre después de nueve meses desde el día en que lo tuvo en sus brazos mientras
agonizaba. Oyó el estertor que avisaba de su paso al otro lado de la frontera y
continuó acunándolo durante dos horas
más sin avisar a médicos ni enfermeras, para tratar de absorber todo el calor
que desprendía su cuerpo. No tuvo miedo. Le habló con una voz minúscula y le
tocó los lóbulos de las orejas como le hacía él cuando ella era una niña para
relajarla. La habitación del hospital giraba alrededor de ellos con las fotos
de todos los miembros de la familia que ella había ido colgando durante el mes
que estuvo allí varado como un cachalote. Sus hermanos de pequeños, ella con
esa cara de éxtasis al lado de su papi, los tíos, su mamá. Las fotografías y
las flores, las sábanas blancas y los tubos del suero…todo oscilaba con la
cadencia de un estribillo mientras ella se despedía lentamente del cuerpo de su padre, mientras
él le regalaba la energía de sus células y ella la bebía hasta el final, el
último tramo de calor concentrado en la espalda. Los médicos le riñeron. A ella
no le importó.
Ese día estaba despeinada y
pálida. Seguramente él lo debió percibir. Mañana la verá radiante y bien
vestida para la ocasión. Le llevará un ramo de flores y un CD con una nueva
canción grabada. Sonríe. Está deseando que llegue el momento. Le acompañará
toda su familia. Seguro que algunos la mirarán mal si para entonces todavía continúa sonriendo. Pero a
ella no le importará.