Uno de los elementos más importantes
para que una toma cinematográfica funcione es la iluminación. Podríamos afirmar
que lo que no esté modelado por la luz no existe. Aunque apenas destaquen en
los créditos finales, los técnicos de iluminación y los fotógrafos son tan importantes en una película como el director
y los actores.
En Nueva Zelanda la luz es afilada
como una espada láser. Atraviesa la materia con contundencia, sin contemplaciones y sin anestesia. La luz duele, marea, perturba. Escuece. No
deja sombras, solo reflejos. Te quema la cara en cinco minutos. Cada día
aparece muy temprano, y por la noche se resiste a dimitir. Es la protagonista
indiscutible, la estrella principal. Esa luz excesiva, ese bisturí que todo lo
penetra y que llega a herir a nuestros sentidos acostumbrados a una penumbra de
la que no eran conscientes.





A la rutilante protagonista le
acompaña un elenco de actores secundarios: la tersura del aire, el silencio, la
lluvia indolente y una meteorología acostumbrada a construir dramáticas
estampas en el cielo. Todos al servicio del mejor y más variado equipo de
guionistas: terremotos, glaciares, bosques húmedos y valles ancestrales. En cuanto al atrezzo: pizarras extenuadas de resistir
la presión de las placas tectónicas, ríos indecisos ante tanto espacio por el
que discurrir, lagos que parecen océanos, aves primordiales… Y las ovejas, que
tapizan todo el paisaje y que nos miran desde los prados de terciopelo: los 34
millones de ovejas que han convertido a buena parte del país en un gigantesco campo
de golf. El hombre es solo una más de las piezas de esta máquina de fabricar
paisajes que es Nueva Zelanda. Un universo en miniatura. El boceto original. Un lugar en el que la naturaleza ensayó la construcción de todas las posibilidades, que luego repetiría deganada y a otra escala en el resto del planeta.

En este país son bellos hasta
los polígonos industriales, los suburbios de las ciudades y las presas
artificiales. La supuesta fealdad de algunos lugares se diluye a
concentraciones homeopáticas en la inmensidad de una belleza desmesurada,
limpia, nítida, que no invita a la duda. No te has recuperado de un paisaje,
al que has calificado ingenuamente como “el paisaje más bonito que he visto en
mi vida” cuando la campervan te lleva
a otro que lo supera. Y para colmo lo aparentemente
común, como podrían ser las instalaciones y la decoración de un camping, tiene un aire extravagante, melancólico,
hermoso. Demasiado hermoso, piensas a veces.
La pregunta inconfesable que
se hace una al segundo día de sobredosis de belleza, bajo los efectos de esta
especie de Síndrome de Stendhal naturalístico, es si existirá algo parecido una saturación de
los sentidos. Si ya nada podrá sorprenderte a partir de ahora.
Una leyenda mahorí cuenta que
cuando los dioses modelaban con sus cinceles Milford Sound pensaron que quizás
los hombres, al ver semejante maravilla, iban a creer que eran inmortales. Para
evitarlo, crearon las sandflies ( las moscas cojoneras
autóctonas), de esta manera recordarían que eran vulnerables. Luego debieron de ampliar el
castigo con los mosquitos, abundantes y cansinos hasta el hartazgo.
Pero vayamos a la prosa y observemos
de cerca a los constructores de esta diversidad de paisajes, de este mundo en
miniatura.
Juntamente con Islandia, Nueva Zelanda es un
excelente laboratorio de pruebas para la Tectónica de Placas. El país está atravesado de arriba abajo por una línea que
coincide con el límite entre dos placas tectónicas: la Indo-australiana y la
Pacífica. En la isla norte la subducción de una placa bajo la otra produce volcanes,
que alivian la tendencia del magma a salir para poder cumplir con esa regla
universal que dice que lo menos denso se sitúa siempre por encima de lo que
tiene mayor densidad. El magma se va formando medida que se funde el borde del continente
que sustenta al océano Pacífico bajo la corteza de la Placa Indoaustraliana. Periódicamente,
varias espitas escupen rocas líquidas y vapor. Los maoríes que viven en la zona
saben perfectamente que el suelo que pisan es una fina lámina sobre una olla hirviendo.

En la isla sur, en cambio, la
energía liberada por el frotamiento lateral entre las dos placas produce
terremotos con bastante asiduidad, como el que hubo un día antes de que mis dos
hijas y yo voláramos hacia esa isla. Las
ciudades del sur están en continua construcción, llenas de cicatrices. Los
edificios afectados por el último terremoto de Christchurch ( 2011) todavía
esperan apuntalados, aguardando que el gobierno decida si reconstruirlos,
derrumbarlos, o esperar a que lo haga el próximo sismo.


Otra de los características
del paisaje de la isla sur es una tremenda cadena de montañas, denominadas “Los
Alpes del sur”, que recorren toda la costa oeste. Producidas por reajustes y
presiones tectónicas asociados a la combinación de la falla y la subducción. El Mount Cook ( al que no pudimos ni siquiera empezar a ascender, porque ese día llovió mucho)
es uno de sus picos más espectaculares. Al
final de nuestro viaje atravesamos esa cordillera a través del Artur pass para
regresar a la región más plana del este donde se localiza Christchurch.


La construcción del paisaje
por causas tectónicas ( montañas,
volcanes y terremotos ) se remonta a un pasado inimaginable. Desde la separación de esta zona
de la tierra del supercontinente Pangea, hace más de 85 millones de años, las
placas que limitan la isla chirrían, se reajustan, se funden y se reconstruyen.
Emiten fuego y energía como si se tratara de dos dragones en pleno duelo. Y van
produciendo en la superficie una secuencia de escenarios cambiantes a gran
escala.
Pero mucho más recientemente,
hace unos diez mil años, las montañas producidas por la geodinámica interna,
redondeadas hasta entonces por las aguas de los ríos, quedaron enterradas bajo un casquete glaciar. Eso las modeló produciendo la típica morfología de
picos, aristas, lagos y cascadas. Los enormes valles en forma de U que recuerdan a los de Suiza pero a lo grande, son
la base de este paisaje y proporcionan una cualidad majestuosa al conjunto.
Todavía quedan restos de la
actividad de la última glaciación en los glaciares Fox y Franz
Joseph, que van menguando a pasos agigantados gracias al maldito cambio climático que
las grandes potencias mundiales se empeñan en negar.
Si un paisaje glaciar se
encuentra cerca de la costa, el fondo del valle glaciar es inundado por el agua
del mar y se convierte en un fiordo, o como los llaman allí: en un Sound. El
Milford Sound posee una belleza tan impresionante que quita el hipo. Y tiene
el aliciente añadido de que las montañas que lo encuadran están tapizadas por
una vegetación de selva húmeda ( rainforest ) en lugar de lucir los típicos
bosques de coníferas a los que estamos acostumbrados en los países nórdicos de
Europa.


La luz de Nueva Zelanda incide sobre todas estas maravillas y las hace visibles con la dureza y la transparencia de un diamante. Nos muestra
azules imposibles en las aguas, verdes esmeraldas en la tierra y la visión de
un horizonte tan remoto al mirar mar adentro que produce vértigo. Algo parecido a
una cuarta dimensión flota en la atmósfera, y la percepción de que estás en un
lugar en el que el mundo todavía está por acabar solo te invita a respirar hondo. Lo harías. Si no fuera
porque a estas alturas la contemplación de tanta belleza te ha dejado sin
aliento.