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martes, 19 de enero de 2016

La que lava y marca


-¿Un entierro? Tú no vas a ninguna parte. La abuela de tu novio no es nada tuyo. Esa mujer ya está muerta y aunque fueras al entierro no la vas a resucitar- es lo último que le ha dicho antes de volver a la cabina.
Mientras cubre con papel de aluminio las mechas pintadas con decolorante lila, la clienta que hay debajo de ese alborotado nido de hebras metálicas le explica que desde que los chicos se han ido  a estudiar fuera ha adoptado un perro, un cerdo vietnamita y una tortuga. Que le hacen mucha compañía. Y que les consiente tanto como a sus hijos. La dueña de la peluquería le contesta con una frase envuelta en una estridente carcajada, pero con el rabillo del ojo controla a la nueva chica en prácticas, que parece ociosa -con esa pachorra que ni siquiera simula esperar una orden- mientras el suelo de la cabina recién desocupada cría pelo.
Ya ha tenido que intervenir varias veces desde que llegó, hace dos semanas, procedente de la mejor escuela de formación profesional de la ciudad. Un día tuvo que acudir corriendo ante los gritos de una clienta a la que le había aclarado el pelo con agua fría. Era precisamente una de esas señoras medio trastornadas que acuden cada semana para que ella les hable suave, les dé la razón en todo y así, con ayuda del canal de jazz instrumental de Spotify, reconduzca sus manías hacia un carril de frenado temporal. Hay unas cuantas clientas muy difíciles. La mayoría quieren monologar en su presencia y contarle lo suyo mientras ella aguanta con la vejiga y las piernas hinchadas. Solo unas pocas se relajan  y, discretas, miran fijamente las revistas hasta que les sobreviene algo parecido a un empacho o a una sobredosis.
La nueva ayudante no tiene sangre en las venas, no sabe tratar a la gente y el otro día tuvo la desfachatez, cuando le insinuó que subiera arriba a limpiar los vasos del desayuno de las otras chicas,  de contestarle que ella no estaba allí para fregar.  Y va al día siguiente y le viene con lo de salir dos horas antes por lo de la abuela del novio. El pincel  recorre la mecha con una presión desproporcionada, mientras visualiza en su imaginación a la chica y al cerdo vietnamita conviviendo en un mismo corral y a ella aplicándoles descargas eléctricas a discreción. Sonríe por no gritar. Continúa la conversación usando el piloto automático mientras termina de envolver las últimas mechas. Está convencida de que la juventud actual está malograda. Deja a la señora, vulnerable como un animal blando con ese casco insólito cubriéndole la cabeza, y se dirige al mostrador a cobrar a otra recién depilada.  El mes que viene le envían una nueva alumna en prácticas. A ver si esta vez hay suerte y le mandan a una que sepa lavar y marcar. O al menos fregar y barrer. El agua oxigenada de las mechas empieza a hacer su efecto decolorante. Programa el reloj de aviso y se dirige a la otra cabina donde le espera una de las clientas quejicas. Pero antes busca a la chica. Para mandarle alguna de esas tareas que no sabe hacer. 


9 comentarios:

  1. ¡Qué duro debe ser el ser jefe! A mí no me gustaría, desde luego.

    Buen relato, centrado en esa peluquería que para las mujeres significa tanto.

    Ojalá tuviera una pelambrera para poder ir a la peluquería. Es por lo único que la echo en falta. Por lo demás es una ventaja no tener pelo.

    ¡Ah, las aprendizas!

    Buen ejercicio de estilo.

    Saludos.

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  2. A mi tampoco me gusta nada mandar, Joselu.Ni que me manden. Ir a la peluquería de vez en cuando puede ser relajante, o a veces crispante ( cuando te hacen esperar) , pero siempre es un ejercicio estupendo de observación. Las peluqueras, esas grandes conocedoras de la condición humana que tantas lecciones podrían dar a los psicólogos. Abrazo.

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  3. por alusiones.... ;-)
    me ha encantado . Un beso y suerte el lunes.
    Maite

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    1. Maite ¿ te conozco? ¿ eres peluquera? Si lo eres me quito el sombrero, y la peluca...virtualmente. Un saludo!

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    2. Maiteeee, qué poca psicología tengo jaja No sé porqué pensaba que sería una peluquera y no conocía a ninguna llamada Maite. En cambio Maites psicólogas solo hay una...que valga por cien peluqueras jaja
      El lunes fue muuy bien, ya subiré fotos.
      Abrazo

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  4. Siempre he pensado en las peluqueras como psicólogas, las mujeres les cuentan de todo cuando van por allí y además un peinado nuevo nos hace el milagro de hacernos creer que somos también personas nuevas. Y algunas veces he pensado en escribir una novela de la peluquea psicóloga. Por otro lado, es verdad que hay jóvenes que paece que no sabenn lo que es la empatía, la importancia al atender al cliente no solo de hacelo lo mejor que se pueda sino también escuchándole, para que se sientan mejor. Como algunos médicos que tampoco saben que el mejor tratamiento es escuchar a sus pacientes. ya me he enrollado demasiado, un abrazo, Paz, lo has contado muy bien

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    1. Gracias por comentar, Puri.Las peluqueras son seres de otro mundo. Sobreviven en las condiciones más tremendas: comen cualquier cosa, aguantan todo el día de pie, y tienen que renovar su simpatía con cada clienta que entra con ganas de explicarles lo suyo y que encima vienen con exigencias y prisas. Yo las admiro mucho. En este caso quería también describir el agotamiento que supone estar todo el día de cara al público y si encima eres la jefa ya puede ser demasiado.La protagonista está curtida y tiene un poco de mala leche, pero se le perdona todo si piensas que le ha tocado una aprendiza lánguida y malcriada. Tres hurras para las peluqueras, esas psicólogas sin título pero con más conocimiento del alma humana que nadie.

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  5. Tienes razón Puri. Se merecen toda nuestra admiración por su paciencia y saber estar y por darnos esa dosis de tranquilidad y sosiego. Además como dices consiguen que salgamos con una moral mayor, que al final es lo que vamos buscando cuando intentamos cambiar de imagen. Besos muchos de Gloria

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    1. Están hechas de otra pasta, no cabe duda. Estaría bien que alguien escribiera sobre ellas, como sugiere Puri. Un abrazo, Gloria.

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