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sábado, 4 de abril de 2015

Los delicados pies de Leonor

Fotografía hecha por Elías Ruiz Monserrat en la casa familiar, el día del 91 cumpleaños de mi padre,el nieto de Leonor.

Las versiones que había oído de mis parientes sobre las botas que siempre llevó mi bisabuela Leonor nunca me dejaron del todo satisfecha.
Mi tío Joaquín decía que las llevaba porque tenía una deformación- con un curioso nombre en latín que no consigo recordar- que producía el crecimiento curvado de sus uñas. Éstas acababan clavándose sobre su propia piel, impidiéndole caminar bien. Requería, pues,  la sujeción de una bota especial.
Mi padre, en cambio, siempre defendió como verdadera la explicación de que -debido a la vida regalada que había llevado en su infancia cubana rodeada de criadas y de caprichos- apenas había tenido necesidad de caminar y por esa razón se le habían atrofiado los músculos de los pies. Necesitaba botas y casi siempre estaba sentada.
Lo cierto es que esas botas me tuvieron fascinada durante todo el tiempo en que me dediqué a la arqueología familiar. En las fotos que se conservan de Leonor se la ve coqueta y con un gesto de dignidad en el rostro. Siempre sentada en su mecedora, luciendo esas botas tan especiales, que de lejos parecen zapatos con calcetines pues tienen la caña de color blanco y el pie de color negro simulando el contorno de un zapato.
Otra de las mitologías  familiares sostiene que ninguno de sus hijos vio jamás sus pies, y que había dado órdenes estrictas de que la enterrasen con las botas. En esto había una cosa extraña: el tono en el que se supone que había exigido que no le quitaran las botas al morir, pues se supone - ¿otro mito familiar?- que era extremadamente dulce y discreta. ¿Tan coqueta era, pues, como para desobedecer a su plácido carácter cubano en este tema?
Aparte de las botas, se llevó el secreto de sus pies a la tumba.
No me atrevo a hacer ninguna conjetura que pueda desacreditar a los ancianos de mi familia que todavía viven, pero el otro día me enteré de que varios de mis primos segundos -descendientes de la rama de mi bisabuela Leonor- han tenido un dedo supernumerario en los pies. Uno de mis primos, algo más joven que yo, me lo confirma. A él le operaron de pequeño y nunca ha tenido que llevar botas ortopédicas. Se ha ahorrado tener una anomalía que ocultar, aunque por otro lado se ha perdido el poder que otorga tener un secreto.
La versión de la atrofia por languidez luce mucho más romántica que la de un dedo de más, pero- por si acaso- cuando me nazca el primer nieto lo primero que pienso hacer es tratar de contar hasta cinco.



5 comentarios:

  1. Hay un relato de Javier Tomeo, titulado Amado monstruo, con un planteamiento concomitante, e igual que este relato la sorpresa se desvela al final. También tiene algún dedo de más. Un buen relato.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. ¿Ah, si? Qué gracia, no conocía ese relato. Lo intento buscar. Este está basado en una intuición que tuve al hurgar en mi historia familiar.

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