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sábado, 3 de septiembre de 2022

Mala memoria

 

                                                                      Foto propia

Al entrar, la farmacéutica le está diciendo a una clienta que como las pastillas para el mareo producen somnolencia, algunas marcas añaden algo de cafeína.

La clienta resulta ser mi vecina.

Uy, ¡Hola!

─ Yo tampoco te había reconocido por detrás ¿Qué tal? ¿Cómo estáis?

─ Bien. Hoy vamos a llevar a mi tía al mar.

─Ah, pues nosotros también nos vamos a la playa ahora. ¿A dónde la lleváis?

─Ella quería que la lleváramos a la Barceloneta, que es donde vivió de joven, pero ahora no se puede ir allí. Vamos a ir más lejos.

Pienso que si el viaje es largo y la mujer mayor no es mala idea darle una Biodramina.

Mientras recoge el cambio y mete los medicamentos en su bolso me comenta que ahora hay unos barcos funerarios que se meten mar adentro, y eso sí que está permitido.

De repente me acuerdo de que me lo contó. Su querida tía. Y lo triste que había quedado su madre sin su única hermana.

Tartamudeo un poco al despedirme. En cuanto sale por la puerta de la farmacia repaso la escena en mi cabeza. Me siento como si acabara de bajar de un carrusel. Y me pregunto si debería añadir a mi compra una caja de biodraminas. 

domingo, 21 de agosto de 2022

Documentales de la naturaleza

 



Los niños, emocionados como cada verano, se dirigen a la fiesta infantil del pueblo. Piñatas, carreras de sacos, chocolate con churros… todo gestionado por unos cuantos vecinos disfrazados de payasos. El calor y la música de pachanga, insufribles para quienes los acompañamos, no parecen hacerles mella. Todo transcurre como siguiendo un guion, el de un documental que tratara de la vida amplificada y colorida de una manada de leones retozando, celebrando la saciedad con sus cachorros. Y al final de la fiesta, un giro inesperado: veinte pollitos de un amarillo insultante salen despavoridos cuando uno de los payasos abre una caja de cartón agujereada con pequeños respiraderos. Tras la parálisis inicial, los niños corren a atraparlos con sus manos ansiosas. Mis hijos me traen uno, como quien lleva una ofrenda a su dios. Un manojo de plumón palpitante, que no tenemos más remedio que llevarnos a la finca familiar. Cualquiera lleva la contraria a esa ilusión desmesurada y llena de porfavores. Le llamaremos Piti, y los primeros días servirá a la vez de juguete y de motivación moral sobre el cuidado de otros seres vivos.

Al final del verano, para cuando tenemos que regresar a la ciudad y a los colegios, el pollito se ha convertido en una criatura feúcha y parda, un adolescente rumboso y desgarbado que picotea sin descanso, deja un rastro de diarrea a su paso y no permite que lo toquen. En cuanto nos marchamos, mi cuñado lo llevará a la granja de su madre.

En Navidad regresamos a la finca. Mi suegra nos deleita con sus habituales delicias culinarias: caldo, pollo con ciruelas y macedonia, esta vez. Mi cuñado espera a los postres para hacer un comentario sobre lo tierno que estaba el pollo. A continuación, nos lanza un guiño, una granada con efectos retardados que mis hijos interceptan.  

Le gritan, le pegan, arañan sin piedad a su tío. Se meten los dedos en la boca, pero no consiguen vomitar. Y al final lloran sin consuelo, con una rabia que no se agota. La digestión de Piti coincidirá exactamente en sus biografías con el paso de cachorros a animales jóvenes, con la pérdida irremediable de una inocencia que ya nunca recuperarán.

Mientras, en la televisión, un magnífico ejemplar amonesta con un zarpazo sin uñas a uno de los leoncitos que está dando la lata con sus juegos a la hora de la siesta. La música que acompaña a esta escena en el documental podría parecer demasiado dramática en cualquier otra ocasión.  

martes, 26 de julio de 2022

Una merienda histórica

                                                 James Cook llegando a lo que bautizó como Islas Sandwich ( Hawái) 
 

Esta era una reina muy exótica que viajó a un país cuyos habitantes se pirraban por todo lo que sonase a extranjero.

Lili’uokalami, primera y última reina de Hawái, visitó la Inglaterra de la Reina Victoria.

Como es lógico, entre los invitados a la recepción existía una gran curiosidad por conocerla.

En cierto momento, la reina aborigen comentó que por sus venas también corría sangre inglesa. Algo parecido a un movimiento sísmico recorrió la sala. Todos los miembros de la nobleza se miraron de soslayo. Uno de ellos se atragantó, otro se recolocó la chorrera que cubría su pecho mantequilloso. Las damas cuchichearon, burbujeantes. Una condesa con aspecto de lebrel hizo de portavoz y se lanzó a preguntarle si acaso ella descendía de la relación entre un conquistador y una nativa.

Lili’uokalami soltó una contundente carcajada, y a continuación afiló el gesto para decirle que nada de eso. Era simplemente que su bisabuelo fue uno de los que participó en aquel patriótico festín en el que se homenajeó a James Cook, repartiéndolo entre la comunidad.  A él, en concreto, le tocó el corazón.

Es por eso que yo tengo algo de sangre inglesa recorriendo mi sistema circulatorio, querida ─respondió, sonriendo.

 

                                                                        Lili’uokalami 

Este texto lo he presentado a la propuesta de Esta Noche te cuento sobre naipes o extranjeros Aquí

miércoles, 29 de junio de 2022

Soborno




                        Duane Keiser 



Al salir de la sesión se produce un giro que enreda todavía más la trama en su cabeza. En lugar de ser ella la víctima de las carencias de su madre, se imagina ahora siendo el sujeto cuya torpeza afectiva su hijo será capaz de describir con todo detalle. Ella sabe que los primeros años son cruciales. Y que ya no hay vuelta atrás. 
Se dirige a la cocina. Entrará en su habitación y le preguntará si le apetece una limonada para cuando acabe con esa fase del juego de rol. A lo mejor así no la deja tan mal ante su futuro terapeuta. 


sábado, 7 de mayo de 2022

Explosión de magia nada común ( reseña del libro de Araceli Esteves La magia de lo común)

 


Abrir un libro de microrrelatos es como aproximarse a una estrella muy antigua justo antes de estallar. Me atrevo a usar este símil astronómico en el caso del libro de Araceli Esteves, La magia de lo común, por lo apabullante de la energía concentrada en argumentos, temas y miradas que contiene. Esta formidable densidad precede a la explosión, a la que nos exponemos con el sencillo gesto de entrar en este libro, un artefacto solo en apariencia inofensivo.

Pero ¿cómo organizar el caos del universo? ¿Cómo clasificar todas las partículas desprendidas por una supernova? Para atravesar el vacío,  Araceli usa la ironía fina y menopáusica de quien no tiene nada que perder (una aspirante a catedrática decide que arrancarse un pelo de la barbilla es mucho más importante que defender su plaza ante el jurado), metáforas hechas de agua (una mujer que es toda nubes granizo y brisas) o de tinta ( las letras de los libros de texto se desmadran en cuanto salen del entorno académico), juegos metalingüísticos (cómo construir un texto orgánico si las palabras fueran los vecinos de una comunidad),  paradojas espacio- temporales en el salón de la casa, la reducción al absurdo ( un viaje espacial en el que tras una larga búsqueda han olvidado cuál era la pregunta) y algunas imágenes de una originalidad rara y contundente ( el ombligo como una puerta al cuerpo, un recién nacido con cola de rata,  sueños que se heredan o un error fatal en la selección de buenos recuerdos para antes de morir).

Una vez las esquirlas de polvo estelar llegan a su objetivo, se enquistan en el interior programadas para una última detonación con efectos retardados. El impacto rasga fibras nerviosas y emocionales cuando aborda temas como el proceso creativo (una almohada guarda las grandes obras de un escritor al que se le ocurren las mejores ideas justo antes de dormir), el dolor que infligimos a los otros, los espejismos de la fusión, la imposibilidad de dejarnos atrás, la invisibilidad de lo que no sirve o la compasión enfrentada a la transgresión. Galaxias enteras, bien encapsuladas, en tramas que aparentan una cosa pero que son otra. Parodias políticas, puñetazos de ciencia-ficción, humor negro y sueños, muchos sueños. De todo hay, en este universo que se expande.

Destacan dos elementos que reflejan la tensión constante entre lo cotidiano y lo extraordinario que recorre todo el libro: el agua fría y los fantasmas. Hay unos cuantos fantasmas ahí adentro. Reto a los futuros lectores a que encuentren los cinco variopintos espectros que habitan este castillo: uno compasivo, otro vengativo, un tercero aburrido, otro necesitado de cariño y el último que no se resigna a dejar de gritar. Pero, me da la impresión de que el tema “estrella” del libro es la mismísima realidad. Las palabras la husmean, le dan la vuelta, la retuercen, le levantan las faldas, y acaban encontrando su escondrijo en este minucioso y audaz juego del escondite, para finalmente desenmascararla.  

“La magia de lo común” es una máquina trituradora de lugares comunes y de autoengaños, un tablero de juegos de mesa que esgrime a la vez una mirada política y una gran sensibilidad poética. Y un singular tratado de las relaciones y las reacciones humanas. No se puede pedir mayor concentración de ideas a 132 páginas con 86 relatos ilustrados. Porque, para colmo, los dibujos de Llorenç Pubill complementan los textos con sutileza y acierto.   

Se sabe que casi todos los elementos de la tabla periódica, y la mayoría de los átomos que nos conforman, no proceden de nuestro sol sino de la explosión de una de esas estrellas gigantes, una supernova semejante a la que ahora nos ocupa y que con tan escasas herramientas no podemos abarcar. Les propongo un estupendo y económico viaje espacial para que puedan recibir el impacto de estas magníficas esquirlas procedentes de un mundo antiguo y profundo. El mundo interior de Araceli Esteves.  


Esta reseña ha salido publicada en Quimera, Revista de literatura, en el número de abril. 




El próximo martes 28 de junio vamos a presentar el libro la autora y yo en la librería Alibri de Barcelona a las 19h. Os esperamos. 

lunes, 25 de abril de 2022

Una vieja con mucha paciencia

 

                                                   Fotografía de Sebastiao Salgado

Ella se sintió vieja desde muy niña. Como si lo supiera todo desde el principio. Cuando descubrió ese lunar en su cara, del que más adelante le brotarían tres pelos de alambre, intuyó cuál iba a ser su destino. El tiempo la iría modelando con un cincel afilado y cruel. Se iría quedando cada vez más seca, más filosa, hasta acabar deshidratada como una tajada de bacalao.

 Ahora vive en lo más profundo del bosque. Los árboles cierran sus largos dedos leñosos alrededor de su casa. Una vivienda construida con vigas de pan rubio y revestida con nubes de azúcar y bastones de caramelo. Aunque en realidad no le gustan los dulces, y dormir sobre un colchón de merengue no es lo más cómodo del mundo. Pero ella sabe que su casa no puede estar construida de otro material que no sea el azúcar. Nadie tiene una casa como la suya. Una casa que en cualquier momento se puede derretir o servir de alimento. Empalagosa como un pegote de miel. Eso le emociona y le conviene. Ahí adentro huele dulce y sabe oscuro. Afuera, los troncos de la leñera esperan su turno, cubiertos de musgo y algunos hongos negros. Las gallinas picotean las larvas que se asoman de los laberintos excavados en la madera esponjosa.

Por la mañana caldea el interior quemando cáscaras de cangrejo que crujen sorprendidas al arder. Mientras espera a que se haga la hora de comer, sale y se entretiene contemplando cómo los tréboles y los ranúnculos cubiertos de escarcha reflejan el brillo del día recién estrenado.  

Una melena rizada de agua fluye al fondo del valle. Los cantos rodados se dejan acariciar sin resistencia. Los pájaros se adaptan a la melodía cambiante del riachuelo, aportando su coreografía aérea y sus propios acordes. Ella, que está hecha de ángulos y tiempo, vive rodeada de frescura y de luz. Su única tarea consiste en coleccionar piedras preciosas y huesos, que se amontonan ─sin orden alguno, pero limpísimos─ en las mugrientas habitaciones del fondo.   Solamente la cocina resplandece con el fulgor chisporroteante que emite su horno. Una luz que difunde hacia el bosque a través de las láminas transparentes de azúcar que cubren los ventanucos.  

Es el resplandor que ven los mellizos a lo lejos.

Otra vez se han perdido. Otra vez tienen hambre. Han compartido su comida con los pájaros sin saberlo, sin quererlo. Cuando se acurrucan uno junto al otro en el hueco de un tronco retorcido como un abrazo, recuerdan la leche tibia con bizcochos que les servía su madre cada mañana. Pero les parece que eso ocurrió hace mucho tiempo. En otra vida. En otro relato.  Ahora están a punto de ser expulsados de la niñez. Ella ya no está. Su padre se ha conformado con una sustituta reseca y fea a la que no le gusta cocinar. A la que no le gustan los hijos de su marido. Le disgusta tanto encargarse de ellos que en alguna ocasión les intentó alimentar con alpiste, que ellos vomitaban en cuanto desaparecía de su vista. 

Intentan dormir, compartiendo el poco calor que aún les queda. Por la mañana, se dirigirán hacia ese claro de bosque que huele a pan horneado y a caramelo.

Ellos saben, por las historias que les contó su mamá antes de morir, que en los cuentos de hadas siempre hay alguien que está buscando comida o intentando desesperadamente no ser comido. Que las brujas se pirran por las proteínas procedentes de la carne sonrosada y tierna de los niños tristes que llegan a su guarida. Y aunque ellos no vistan trajes de terciopelo raído ni tengan nombres absurdos, no pueden dejar de sentir miedo.  Mientras a su alrededor se deslizan algunos seres escurridizos y taimados, tienen que decidir si se van a convertir en depredadores o en presas. Quién se come a quién, lo saben, es el gran dilema de la naturaleza. También saben que no van a poder disuadir a la vieja de devorarlos. Ni van a convencerla de que empiece a alimentarse de bayas del bosque, a estas alturas. 

Se acercan a la casa, supurando una desazón demasiado conocida.  Usan las gafas del chico para concentrar los rayos del sol sobre una rama seca. Una gallina intenta picotear los pies a la chica, que tiene que morderse el grito que brota de su garganta. Mientras tanto, su hermano rompe la esquina de un alfeizar de galleta y le entrega un trozo. Con el fuego que ella tiene en las manos derrite un adorno de chocolate y lo vierte sobre ambas galletas. Cuando notan un hormigueo de energía recorriendo sus extremidades, usan la tea para prender fuego a los cimientos de jengibre. Así convertirán la propia casa en un horno. Y, como todo el mundo sabe, una bruja caramelizada es incapaz de hacer daño a otros inocentes.

Se llevan reservas de dulces para el camino, y, sin mirar atrás, parten de vuelta hacia su hogar. De esta forma, no llegan a enterarse de que el único ser carbonizado en el interior humeante de la casa es un pollo que estaba horneando la señora para comer. Ni de que la anciana sale de la casa, se sacude las cenizas de su sombrerito con gesto resignado, y enseguida se pone a mezclar harina, azúcar y levadura para volver a levantar la estructura del edificio. Ya está imaginando los nuevos y atractivos diseños pasteleros para la fachada sur.  

Ella todavía sigue allí. Viejísima. Incombustible. Apoyada en un bastón hecho de huesos de gallina. Cumpliendo con su destino. Esperando que el hambre atraiga a otros hacia su casa. Una casa que es a la vez amarga y dulce, igual que los miedos que allí se depositan. Que acudan muchos más niños a su cuento. Y que, ayudados por su ingenio, vuelvan a empujarla al interior de ese horno alimentado con un fuego azul que jamás se consume.  

jueves, 21 de abril de 2022

Panorama desde el avión

 

Mi hermana aborrecía la papilla de frutas. De hecho, rechazaba con bastante convicción cualquier alimento sólido. Solo Piedad conseguía introducirle algo de comida en su boca. Con la condición de que ésta diera antes una vuelta en avión.

 El artefacto hacía mucho ruido y aterrizaba al sonido de Aaaaammm. Montones de vuelos en cucharas pequeñitas. La boca de Piedad se abría como si fuera la bodega del propio avión descargando la mercancía al final del viaje. Mi hermana también abría la suya.  Pero solo de vez en cuando, y sin que nadie supiera a qué obedecía esa victoria.

Mientras tanto, el resto del mejunje esperaba en la taza resignado y, con los restos de plátano y manzana oxidados, acababa siempre apestando a fruta fermentada.

Yo miraba alternativamente el espectáculo de aeronáutica y el contenido del recipiente, que se iba poniendo de un marrón cada vez menos apetecible.

Pero cuando por fin mi hermana abría la boca, de repente el sol nos alcanzaba incandescente y cegador. La leche se retiraba suavemente hacia el interior del cuerpo de mi madre en un movimiento de bajamar. Los tirantes de mi vestido se deslizaban hombros abajo, mientras mis piernas se estiraban levemente hacia arriba. Yo me aplicaba especialmente en no abrir la boca en ese momento. No fuera a ser que cayera en ese sumidero de fluidos viscosos y lentos. En esa cadencia de aterrizajes y largas esperas en aeropuertos. En ese flujo de paciencia que avanzaba y retrocedía como la marea.

Me sostenía en el umbral de la puerta, apuntalada en mi gesto -la espalda firme- como quien pende de un primer precipicio. Sintiéndome toda manos, boca y ojos, sabiéndome casi ángulo recto. Y sin quererlo componía un gesto melancólico y digno, lánguido y tenso, en medio de un estruendo de motores de avión que todavía me acompaña.

Todo queda claro en esta historia. Todo excepto quien tomó la fotografía y por qué. Nunca sabré quien vio la escena y la recogió, pongamos que en una cámara Lubitel como la que teníamos en casa. Qué sintió al acercarse a aquella intimidad de aviones y papillas. Cuánto tuvo que esperar para suspender el tiempo precisamente en aquel instante de documental de la naturaleza, y cómo fueron las quemaduras infligidas por ese sol bárbaro.  

La única que estaba mirando al fotógrafo en ese momento era mi hermana. Pero no consigue recordar. Ninguna de las dos logramos ver la escena desde el otro lado, por más que lo intentemos.