miércoles, 29 de junio de 2022
Soborno
sábado, 7 de mayo de 2022
Explosión de magia nada común ( reseña del libro de Araceli Esteves La magia de lo común)
Abrir un
libro de microrrelatos es como aproximarse a una estrella muy antigua justo
antes de estallar. Me atrevo a usar este símil astronómico en el caso del libro
de Araceli Esteves, La magia de lo común, por lo apabullante de la energía
concentrada en argumentos, temas y miradas que contiene. Esta formidable densidad
precede a la explosión, a la que nos exponemos con el sencillo gesto de entrar
en este libro, un artefacto solo en apariencia inofensivo.
Pero ¿cómo organizar el caos del universo? ¿Cómo clasificar todas
las partículas desprendidas por una supernova? Para atravesar el vacío, Araceli usa la ironía fina y menopáusica de
quien no tiene nada que perder (una aspirante a catedrática decide que
arrancarse un pelo de la barbilla es mucho más importante que defender su plaza
ante el jurado), metáforas hechas de agua (una mujer que es toda nubes granizo
y brisas) o de tinta ( las letras de los libros de texto se desmadran en cuanto
salen del entorno académico), juegos metalingüísticos (cómo construir un texto
orgánico si las palabras fueran los vecinos de una comunidad), paradojas espacio- temporales en el salón de
la casa, la reducción al absurdo ( un viaje espacial en el que tras una larga búsqueda
han olvidado cuál era la pregunta) y algunas imágenes de una originalidad rara
y contundente ( el ombligo como una puerta al cuerpo, un recién nacido con cola
de rata, sueños que se heredan o un
error fatal en la selección de buenos recuerdos para antes de morir).
Una vez las esquirlas de polvo estelar llegan a su objetivo, se
enquistan en el interior programadas para una última detonación con efectos
retardados. El impacto rasga fibras nerviosas y emocionales cuando aborda temas
como el proceso creativo (una almohada guarda las grandes obras de un escritor
al que se le ocurren las mejores ideas justo antes de dormir), el dolor que
infligimos a los otros, los espejismos de la fusión, la imposibilidad de
dejarnos atrás, la invisibilidad de lo que no sirve o la compasión enfrentada a
la transgresión. Galaxias enteras, bien encapsuladas, en tramas que aparentan
una cosa pero que son otra. Parodias políticas, puñetazos de ciencia-ficción,
humor negro y sueños, muchos sueños. De todo hay, en este universo que se
expande.
Destacan dos elementos que reflejan la tensión constante entre lo
cotidiano y lo extraordinario que recorre todo el libro: el agua fría y los
fantasmas. Hay unos cuantos fantasmas ahí adentro. Reto a los futuros lectores
a que encuentren los cinco variopintos espectros que habitan este castillo: uno
compasivo, otro vengativo, un tercero aburrido, otro necesitado de cariño y el
último que no se resigna a dejar de gritar. Pero, me da la impresión de
que el tema “estrella” del libro es la mismísima realidad. Las palabras la
husmean, le dan la vuelta, la retuercen, le levantan las faldas, y acaban
encontrando su escondrijo en este minucioso y audaz juego del escondite, para
finalmente desenmascararla.
“La magia de lo común” es una máquina trituradora de lugares
comunes y de autoengaños, un tablero de juegos de mesa que esgrime a la vez una
mirada política y una gran sensibilidad poética. Y un singular tratado de las
relaciones y las reacciones humanas. No se puede pedir mayor concentración de
ideas a 132 páginas con 86 relatos ilustrados. Porque, para colmo, los dibujos
de Llorenç Pubill complementan los textos con sutileza y acierto.
Se sabe que casi todos los elementos de la tabla periódica, y la
mayoría de los átomos que nos conforman, no proceden de nuestro sol sino de la
explosión de una de esas estrellas gigantes, una supernova semejante a la que ahora
nos ocupa y que con tan escasas herramientas no podemos abarcar. Les propongo
un estupendo y económico viaje espacial para que puedan recibir el impacto de estas
magníficas esquirlas procedentes de un mundo antiguo y profundo. El mundo
interior de Araceli Esteves.
lunes, 25 de abril de 2022
Una vieja con mucha paciencia
Fotografía de Sebastiao Salgado
Ella se sintió vieja desde muy niña.
Como si lo supiera todo desde el principio. Cuando descubrió ese lunar en su
cara, del que más adelante le brotarían tres pelos de alambre, intuyó cuál iba
a ser su destino. El tiempo la iría modelando con un cincel afilado y cruel. Se
iría quedando cada vez más seca, más filosa, hasta acabar deshidratada como una
tajada de bacalao.
Ahora vive en lo más profundo
del bosque. Los árboles cierran sus largos dedos leñosos alrededor de su casa.
Una vivienda construida con vigas de pan rubio y revestida con nubes de azúcar
y bastones de caramelo. Aunque en realidad no le gustan los dulces, y dormir
sobre un colchón de merengue no es lo más cómodo del mundo. Pero ella sabe que su
casa no puede estar construida de otro material que no sea el azúcar. Nadie tiene
una casa como la suya. Una casa que en cualquier momento se puede derretir o
servir de alimento. Empalagosa como un pegote de miel. Eso le emociona y le
conviene. Ahí adentro huele dulce y sabe oscuro. Afuera, los troncos de la
leñera esperan su turno, cubiertos de musgo y algunos hongos negros. Las
gallinas picotean las larvas que se asoman de los laberintos excavados en la
madera esponjosa.
Por
la mañana caldea el interior quemando cáscaras de cangrejo que crujen sorprendidas
al arder. Mientras espera a que se haga la hora de comer, sale y se entretiene
contemplando cómo los tréboles y los ranúnculos cubiertos de escarcha reflejan
el brillo del día recién estrenado.
Una
melena rizada de agua fluye al fondo del valle. Los cantos rodados se dejan
acariciar sin resistencia. Los pájaros se adaptan a la melodía cambiante del
riachuelo, aportando su coreografía aérea y sus propios acordes. Ella, que está
hecha de ángulos y tiempo, vive rodeada de frescura y de luz. Su única tarea
consiste en coleccionar piedras preciosas y huesos, que se amontonan ─sin orden
alguno, pero limpísimos─ en las mugrientas habitaciones del fondo. Solamente
la cocina resplandece con el fulgor chisporroteante que emite su horno. Una luz
que difunde hacia el bosque a través de las láminas transparentes de azúcar que
cubren los ventanucos.
Es
el resplandor que ven los mellizos a lo lejos.
Otra
vez se han perdido. Otra vez tienen hambre. Han compartido su comida con los
pájaros sin saberlo, sin quererlo. Cuando se acurrucan uno junto al otro en el
hueco de un tronco retorcido como un abrazo, recuerdan la leche tibia con
bizcochos que les servía su madre cada mañana. Pero les parece que eso ocurrió
hace mucho tiempo. En otra vida. En otro relato. Ahora están a punto de ser expulsados de la
niñez. Ella ya no está. Su padre se ha conformado con una sustituta reseca y
fea a la que no le gusta cocinar. A la que no le gustan los hijos de su marido.
Le disgusta tanto encargarse de ellos que en alguna ocasión les intentó alimentar
con alpiste, que ellos vomitaban en cuanto desaparecía de su vista.
Intentan
dormir, compartiendo el poco calor que aún les queda. Por la mañana, se dirigirán
hacia ese claro de bosque que huele a pan horneado y a caramelo.
Ellos
saben, por las historias que les contó su mamá antes de morir, que en los
cuentos de hadas siempre hay alguien que está buscando comida o intentando
desesperadamente no ser comido. Que las brujas se pirran por las proteínas
procedentes de la carne sonrosada y tierna de los niños tristes que llegan a su
guarida. Y aunque ellos no vistan trajes de terciopelo raído ni tengan nombres
absurdos, no pueden dejar de sentir miedo. Mientras a su alrededor se deslizan algunos
seres escurridizos y taimados, tienen que decidir si se van a convertir en
depredadores o en presas. Quién se come a quién, lo saben, es el gran dilema de
la naturaleza. También saben que no van a poder disuadir a la vieja de
devorarlos. Ni van a convencerla de que empiece a alimentarse de bayas del
bosque, a estas alturas.
Se
acercan a la casa, supurando una desazón demasiado conocida. Usan las gafas del chico para concentrar los
rayos del sol sobre una rama seca. Una gallina intenta picotear los pies a la
chica, que tiene que morderse el grito que brota de su garganta. Mientras
tanto, su hermano rompe la esquina de un alfeizar de galleta y le entrega un
trozo. Con el fuego que ella tiene en las manos derrite un adorno de chocolate
y lo vierte sobre ambas galletas. Cuando notan un hormigueo de energía recorriendo
sus extremidades, usan la tea para prender fuego a los cimientos de jengibre. Así
convertirán la propia casa en un horno. Y, como todo el mundo sabe, una bruja
caramelizada es incapaz de hacer daño a otros inocentes.
Se
llevan reservas de dulces para el camino, y, sin mirar atrás, parten de vuelta
hacia su hogar. De esta forma, no llegan a enterarse de que el único ser
carbonizado en el interior humeante de la casa es un pollo que estaba horneando
la señora para comer. Ni de que la anciana sale de la casa, se sacude las
cenizas de su sombrerito con gesto resignado, y enseguida se pone a mezclar
harina, azúcar y levadura para volver a levantar la estructura del edificio. Ya
está imaginando los nuevos y atractivos diseños pasteleros para la fachada sur.
Ella
todavía sigue allí. Viejísima. Incombustible. Apoyada en un bastón hecho de
huesos de gallina. Cumpliendo con su destino. Esperando que el hambre atraiga a
otros hacia su casa. Una casa que es a la vez amarga y dulce, igual que los
miedos que allí se depositan. Que acudan muchos más niños a su cuento. Y que, ayudados
por su ingenio, vuelvan a empujarla al interior de ese horno alimentado con un fuego azul que
jamás se consume.
jueves, 21 de abril de 2022
Panorama desde el avión
Mi hermana aborrecía
la papilla de frutas. De hecho, rechazaba con bastante convicción cualquier alimento
sólido. Solo Piedad conseguía introducirle algo de comida en su boca. Con la
condición de que ésta diera antes una vuelta en avión.
El artefacto hacía mucho
ruido y aterrizaba al sonido de Aaaaammm. Montones de vuelos en cucharas
pequeñitas. La boca de Piedad se abría como si fuera la bodega del propio avión
descargando la mercancía al final del viaje. Mi hermana también abría la suya. Pero solo de vez en cuando, y sin que nadie
supiera a qué obedecía esa victoria.
Mientras tanto, el resto del mejunje esperaba en la taza resignado
y, con los restos de plátano y manzana oxidados, acababa siempre apestando a
fruta fermentada.
Yo miraba alternativamente el espectáculo de aeronáutica y el
contenido del recipiente, que se iba poniendo de un marrón cada vez menos
apetecible.
Pero cuando por fin mi hermana abría la boca, de repente el sol
nos alcanzaba incandescente y cegador. La leche se retiraba suavemente hacia el
interior del cuerpo de mi madre en un movimiento de bajamar. Los tirantes de mi
vestido se deslizaban hombros abajo, mientras mis piernas se estiraban
levemente hacia arriba. Yo me aplicaba especialmente en no abrir la boca en ese
momento. No fuera a ser que cayera en ese sumidero de fluidos viscosos y
lentos. En esa cadencia de aterrizajes y largas esperas en aeropuertos. En ese
flujo de paciencia que avanzaba y retrocedía como la marea.
Me sostenía en el umbral de la puerta, apuntalada en mi gesto -la
espalda firme- como quien pende de un primer precipicio. Sintiéndome toda manos,
boca y ojos, sabiéndome casi ángulo recto. Y sin quererlo componía un gesto
melancólico y digno, lánguido y tenso, en medio de un estruendo de motores de
avión que todavía me acompaña.
Todo queda claro en esta historia. Todo excepto quien tomó la
fotografía y por qué. Nunca sabré quien vio la escena y la recogió, pongamos
que en una cámara Lubitel como la que teníamos en casa. Qué sintió al acercarse
a aquella intimidad de aviones y papillas. Cuánto tuvo que esperar para
suspender el tiempo precisamente en aquel instante de documental de la
naturaleza, y cómo fueron las quemaduras infligidas por ese sol bárbaro.
La única que estaba mirando al fotógrafo en ese momento era mi
hermana. Pero no consigue recordar. Ninguna de las dos logramos ver la escena
desde el otro lado, por más que lo intentemos.
domingo, 30 de enero de 2022
Contra las categorías
Entiendo que
la palabra adolescente produzca urticaria. De hecho, cuando los veo en grupo por
la calle o entrando en un tren, cambio inmediatamente de acera o de vagón. Pero
no permito objeciones a lo real de la conexión y el cariño que he sentido con
la mayoría de mis alumnos. No me gustan los niños, pero criar a mis hijos ha
sido una aventura asombrosa y llena de luz. Los perros ajenos me producen compasión,
pero llevo muchos años sintiéndome salvaje y audaz cuando salgo a correr con
los míos por el monte. Soy una solitaria que vive feliz con su tribu, en una casa
siempre llena. No necesito ser muy sociable, ni demasiado simpática, pero cuido
a mis amigos con cariño y tesón. Solamente hay una categoría que no supera la
concreción: las figuras de autoridad impuestas y arbitrarias. El contacto con
la mayoría de los jefes, algunas monjas de mi infancia, la gente que te dice lo
que debes hacer… siempre me produjo algo parecido al sarpullido. Me escurro por
los rincones e intento hacerme invisible en su presencia, como si quisiera
evitar una emanación radiactiva. Y siempre he acabado teniendo conflictos velados
o directos con ellos.
Me pregunto cómo
gestionaré el hecho de que dentro de poco no tendré más alumnos, todos mis
hijos volarán, y los perros acabarán su vida demasiado corta. Cómo haré para no
odiar a todos esos colectivos si no tengo ejemplares concretos para desmentir mi
fobia a las categorías. Ya veré. La única ventaja, grandiosa y liberadora, es
que ya no tendré jefes. Espero no acabar mis días en un asilo regentado por
monjas.
domingo, 23 de enero de 2022
Volver a viajar
Estamos en París. El alojamiento de Montmartre es ideal: cocina equipada y, sobre las camas, unos rulos de toallas esponjosas que da pena deshacer. Por la ventana del salón asoma, entre tejados de pizarra, una de las cúpulas de nata del Sacre Coeur. Desde bien temprano se oye el bullicio de músicos y turistas ahí afuera. Hace mucho frío, pero los radiadores caldean bien el interior.
Al final decidimos trasladarnos al centro, no me conviene subir tantos escalones. En el Quartier Latin las calles son estrechas y el apartamento pequeño, aunque tan limpio como prometía.
Empiezo con la cena. Mientras mondo la primera patata en una espiral casi perfecta, me digo que la próxima vez debería elegir una ciudad menos cara. Somos muchos para tanto viaje. No está la cosa para despilfarros, y yo siempre fui una persona realista. Aunque, cualquier día me desmeleno y me largo sola a una isla del Caribe. Hay unas cabañas individuales que son una preciosidad y hacen honor a lo que se ve en las fotos. O, al menos, es lo que pone en los comentarios de la página de Airbnb: esa nueva aerolínea con la que últimamente, cuando nadie me ve, recorro todo el planeta desde mi ordenador.
sábado, 25 de diciembre de 2021
El Espíritu de la Navidad
Cuando era pequeña era tan devota que unas navidades me escapé de casa para ir a una iglesia a hacer compañía al niño Jesús, que tan solito se debía encontrar mientras todo el mundo comía turrones. Mis padres me riñeron, claro, pero les brillaban los ojos. Recuerdo aquel árbol de navidad de plástico cuyas ramas desplegábamos cada año dándoles la inclinación necesaria para que no se resbalaran los espumillones de colores hipnóticos pero suficiente para que pareciera un abeto. También recuerdo el río de papel de plata y los bosques de musgo que rodeaban el pesebre, con aquel ángel pendiendo en lo alto siempre a punto de precipitarse sobre los pastores más madrugadores. Los reyes se iban acercando un pasito de camello cada día. Yo aprendí a pintar al óleo y unas navidades pinté una casa muy remota en el medio de la nieve. Con el paso del tiempo, sin quererlo, dejé de entender algunas cosas de El Espíritu de la Navidad. Más adelante me nacieron cuatro niños, y los adoré con reverencia y fervor navideño. Regresaron los espumillones y ese escenario bíblico con cerditos de plástico y pastores de diferentes tamaños.
Ahora que han
pasado ya muchos reyes, nos hacemos regalos al azar, no hay ni un adorno en la
casa y los únicos rituales que celebramos son los del encuentro y la risa. Hoy
me he despertado preguntándome cómo podría felicitar las navidades con este lío
mental que tengo sobre el tema. Y he pensado en hacerlo deseándoos que
disfrutéis de todas vuestras epifanías con esta acuarela de mi amiga Pepa, que en
cada encuentro nos muestra cómo vivir, cómo nacer.