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lunes, 8 de febrero de 2016

Cómo ser fósil

Fotografía tomada en el Museo de Historia Natural de Münster

Se necesita paciencia y mucha suerte. El aspirante deberá elegir dónde morir. Jamás sobre granito. Mejor a merced de una colada de fango o un témpano de hielo. Los huesos, caparazones o excrementos candidatos a la posteridad deberán elegir bien el lugar. Se aconseja frecuentar el fondo del mar o un ambiente enrarecido.
Si aún se está vivo resulta crucial despistar al depredador. Es preferible morir de muerte natural y en la más absoluta intimidad sedimentaria. Solo de manera excepcional el difunto aspirará a la total conservación, como saben momias y mamuts. Se valorarán antecedentes en masivas extinciones. Lo importante es no ser blando. Y elegir entre la huella o el relleno.
Se admite cualquier forma, preferentemente alguna de esas estructuras poéticas que a veces usa la vida: torbellinos en la arena, conchas o cuernos de forma helicoidal, magníficas espirales que aúnan galaxias y ammonites, ramificaciones de coral. Absténganse los simétricos mamíferos.
 Cuesta ser de los auténticos. Nada hay más patético que un celacanto o un nautilus, esos impostores mal llamados fósiles vivientes. ¿O quizá sí? Ser, como yo, un altivo trilobites manoseado por un chaval en el laboratorio del instituto.   


lunes, 1 de febrero de 2016

La máquina del tiempo del Ateneu

Entrar en la sala Sagarra del Ateneu Barcelonés es lo más parecido a aparecer al otro lado de una máquina del tiempo. Una estancia en la que en lugar de paredes hay estanterías-cuyos cristales te reflejan pero a la vez insinúan y guardan un tesoro de lomos antiguos y sabios -no parece pertenecer a la misma categoría espacial y temporal que el mundo que acabas de dejar afuera. Un espacio que,  igual que los claustros y los anticuarios, invita a la reverencia y al silencio.
El lunes 29 de enero del 2016 a las 7 de la tarde ese lugar fuera del tiempo se fue llenando de personas procedentes del otro lado. Alumnas, ex alumnas, parientes, hijas, amigas, compañeras de trabajo de la “escritora”, periodistas, actrices… ( y sus respectivas versiones masculinas) , microrrelatistas, un catedrático emérito y un par de desconocidos.  A medida que traspasaban la puerta, e independientemente a cómo hubiera sido su día hasta ese momento, algo semejante a una capa invisible de sosiego les cubría sin que lo pudieran  evitar. Entonces sus rasgos se suavizaban y todo se hacía más lento y difuminado.
Aunque venía algo sobrepasada y con una vaga sensación de impostura, ese curioso síndrome  afectó también a la autora de Hormonautas con la virulencia de una radiación. Y no se sabe si fue el calor humano, la atmósfera de fotografía en sepia o la cálida presentación que hizo Jordi Muñoz, el director de la Escola de Escriptura, lo que derritió cualquier resto de tensión en la espalda y en el ánimo de la única responsable de este libro de lomo raquítico pero con reminiscencias a los argonautas.
Lo demás fluyó como por embrujo: la lectura por parte del catedrático de bioquímica, Miquel Llobera, de una “Hipótesis” muy poco científica. La certera disección que hizo  la escritora Laura Freixas -que tiene nada menos que un observatorio sobre la paridad “Clásicas y modernas” -de los relatos del libro desde la perspectiva de género.  La versión de los hechos que dio la autora de las criaturas hormonadas. Y la espectacular representación del prólogo de Beatriz Alonso ( Sí ,sí,  un prólogo escenificado ¿ qué pasa? ) por parte de María José Lesmes, dirigida por Miguelángel Flores. Varios de los personajes salieron por un momento de las páginas del libro, se pusieron en pie y desfilaron por la sala gracias a la increíble capacidad de la actriz de dar vida a las palabras.
Y durante esa hora y de forma indolora (mejor dicho, de forma asombrosamente placentera) se cerró un círculo que había empezado a dibujarse quince años antes allí mismo, cuando la narradora de las hormonas que navegan se inició en el arte de escribir cuentos, esos que ahora entregaba en el lugar apropiado aunque aparentemente en otra época y en otra dimensión.  

                                                     ( Las magníficas fotos que componen este vídeo son de Anna Espí)





jueves, 21 de enero de 2016

Segunda presentación en Barcelona y crónica de la presentación de Tortosa

Otra vez presentamos en Barcelona. Con Laura Freixas como presentadora. En una sala llena de libros antiguos del Ateneu como paisaje. ¡Estáis todos invitados!


Los de Nazarí me pidieron que escribiera una crónica de cómo había ido la presentación que hicimos en Tortosa para su web. Yo soy muy obediente y lo hice. A mi manera, emocional y subjetiva, claro. Aquí está.

La publicación de un libro lleva asociada una promesa de excitantes experiencias por venir. Luego llega la realidad y no te defrauda en absoluto, solo que –aviesamente- te sorprende sustituyendo las fantasías de empalagosas famas y rampantes entradas en el olimpo de la literatura por experiencias muchísimo más terrenales y valiosas.
En mi caso, y hasta el momento, la publicación de Hormonautas ha supuesto una ristra de prodigios entre los que se cuentan: el impresionante prólogo de Beatriz Alonso, una performance de ese prólogo por parte de María José Lesmes para quitarse el sombrero, la colaboración desinteresada de amigos y conocidos ( Iván Teruel, Miguelangel Flores, Rosana  Alonso) en la presentación en sociedad de mis cuentos, el saber que el libro estará en las estanterías de Ana María Shua, y sobre todo el impensable mensaje de solicitud de amistad en el Facebook de mi hija pequeña.
Solo con eso ya se hubieran sobrepasado todas mis expectativas. Pero para lo que ocurrió en Tortosa no podía estar preparada. Nadie puede estar preparado para asimilar lo que allí pasó ¿Y qué es lo que pasó? Pues que en la Librería Viladrich, sección papelería, ante un fondo de carpetas y libretas de colores básicos y brillantes, se reunió un montón de gente de referencia en la vida de la autora (la autora se distancia durante unas líneas de la primera persona  para verlo con perspectiva y contener la emoción). Toda su familia (padre lúcido y nonagenario, hermanas, cuñados, hijos, maridos, sobrinos…),  parte de la pandilla de la adolescencia, conocidos, antiguos vecinos... y una nutrida representación de las compañeras teresianas de la clase de la señorita Mari Cruz ( ¿ profesora de BUP? ¿ de COU? No, ¡era la profesora de primero de EGB!). Allí estaban todas esas niñitas convertidas en unas cincuentonas vitales y desmelenadas. Igual que la autora, que en esa ocasión (según su hijo) casi se le fue de las manos la presentación con tantas risas, complicidades y cachondeos.
  Y es que no hay mejor cemento para la vida afectiva que compartir a un exhibicionista de infancia con uniforme de cuadritos. Allí estaban todas las protagonistas de “Paisaje de infancia con exhibicionista de fondo”. Dos de ellas (Yolanda Fernández y Luisa Fuentes) leyendo el relato, las otras recordando y levantando la mano cuando se preguntó quién se acordaba de “Dinototo”, confirmando de esta manera que no se trataba de una leyenda urbana. Si además otras dos de aquellas compañeras de pupitre  ( Cinta Daufí y Esther Villalbos) se prestaron a hacer de presentadoras y consiguieron combinar en su exacta medida locuacidad con sabiduría, la cosa se pone aún más emocionante. Para terminar Miquel Lobera, catedrático emérito de bioquímica y por tanto gran conocedor del enrevesado mecanismo de las hormonas, leyó con su profunda voz de bajo un relato titulado “Hipótesis” con muchas irlandesas a bordo.
La literatura supuestamente tiene mucho que ver con la emoción. Un buen libro no te debería dejar indemne. Lo que no sabía yo era lo emocionante que puede llegar a ser la presentación de un libro cuando se convierte en una máquina del tiempo capaz de convocar a una porción de tu biografía y ésta se materializa en una concentración de personas y de cariño inesperado  y altamente nutritivo. 






martes, 19 de enero de 2016

La que lava y marca


-¿Un entierro? Tú no vas a ninguna parte. La abuela de tu novio no es nada tuyo. Esa mujer ya está muerta y aunque fueras al entierro no la vas a resucitar- es lo último que le ha dicho antes de volver a la cabina.
Mientras cubre con papel de aluminio las mechas pintadas con decolorante lila, la clienta que hay debajo de ese alborotado nido de hebras metálicas le explica que desde que los chicos se han ido  a estudiar fuera ha adoptado un perro, un cerdo vietnamita y una tortuga. Que le hacen mucha compañía. Y que les consiente tanto como a sus hijos. La dueña de la peluquería le contesta con una frase envuelta en una estridente carcajada, pero con el rabillo del ojo controla a la nueva chica en prácticas, que parece ociosa -con esa pachorra que ni siquiera simula esperar una orden- mientras el suelo de la cabina recién desocupada cría pelo.
Ya ha tenido que intervenir varias veces desde que llegó, hace dos semanas, procedente de la mejor escuela de formación profesional de la ciudad. Un día tuvo que acudir corriendo ante los gritos de una clienta a la que le había aclarado el pelo con agua fría. Era precisamente una de esas señoras medio trastornadas que acuden cada semana para que ella les hable suave, les dé la razón en todo y así, con ayuda del canal de jazz instrumental de Spotify, reconduzca sus manías hacia un carril de frenado temporal. Hay unas cuantas clientas muy difíciles. La mayoría quieren monologar en su presencia y contarle lo suyo mientras ella aguanta con la vejiga y las piernas hinchadas. Solo unas pocas se relajan  y, discretas, miran fijamente las revistas hasta que les sobreviene algo parecido a un empacho o a una sobredosis.
La nueva ayudante no tiene sangre en las venas, no sabe tratar a la gente y el otro día tuvo la desfachatez, cuando le insinuó que subiera arriba a limpiar los vasos del desayuno de las otras chicas,  de contestarle que ella no estaba allí para fregar.  Y va al día siguiente y le viene con lo de salir dos horas antes por lo de la abuela del novio. El pincel  recorre la mecha con una presión desproporcionada, mientras visualiza en su imaginación a la chica y al cerdo vietnamita conviviendo en un mismo corral y a ella aplicándoles descargas eléctricas a discreción. Sonríe por no gritar. Continúa la conversación usando el piloto automático mientras termina de envolver las últimas mechas. Está convencida de que la juventud actual está malograda. Deja a la señora, vulnerable como un animal blando con ese casco insólito cubriéndole la cabeza, y se dirige al mostrador a cobrar a otra recién depilada.  El mes que viene le envían una nueva alumna en prácticas. A ver si esta vez hay suerte y le mandan a una que sepa lavar y marcar. O al menos fregar y barrer. El agua oxigenada de las mechas empieza a hacer su efecto decolorante. Programa el reloj de aviso y se dirige a la otra cabina donde le espera una de las clientas quejicas. Pero antes busca a la chica. Para mandarle alguna de esas tareas que no sabe hacer. 


martes, 12 de enero de 2016

Fuego

Dibujos de James Button y Fuegia Basquet realizados por Charles Darwin

Por qué demonios sus dueños los han abandonado en este inhóspito lugar es lo que se preguntan Jimmy Button y Fuegia Basket mientras ascienden por la escalinata preparados para realizar una ensayadísima reverencia al rey. Y lo hacen en su lengua antigua y austral, no en ese inglés recién aprendido para orgullo de sus captores. Bajo el frufrú de sus vestidos está la desnudez de antes, los botones y las telas por las que fueron canjeados, la larga travesía en el Beagle, la muerte de Boat por viruela, las oraciones y los modales en la mesa. Y la firme determinación de mantenerlos engañados hasta que los devuelvan a su tierra de fuego. 



Con este micro he participado en el concurso Relatos en cadena ( REC). Solo lo hago muy de vez en cuando, cuando gana algún conocido del que me gusta mucho su relato. Esta vez me planteé el reto de continuar la última frase del magnífico microrrelato de Arantza Portabales

 Atrapados

¿En qué momento de la educación de su niña habían empezado a equivocarse?
¿Habré cerrado la llave del gas?
Aunque me llame, no pienso perdonarlo. O sí. Tal vez.
¿Es que nunca van a dejar el baño libre?
¿Debería instalar Windows 10?
El lunes vuelvo al gimnasio.
¿Pero… qué es ese ruido?

Los pensamientos de los pasajeros del vuelo 2215 son pensamientos comunes. Triviales. Los mismos que tendríamos usted y yo. Lo que los hace especiales es su movimiento. Resulta fascinante verlos agitarse, nerviosos e inquietos dentro de la caja negra, mientras se preguntan qué ha pasado, dónde se encuentran y por qué demonios sus dueños los han abandonado en ese inhóspito lugar.

martes, 22 de diciembre de 2015

El gigante que le fue arrebatado al mar



El esqueleto de Charles Byrne mide 2´5  metros desde el hueso del talón hasta el punto más alto del cráneo.  Actualmente se le puede visitar en el Museo de John Hunter, en Londres, y es uno de los especímenes biológicos más interesantes de la colección de este museo que custodia la Real Academia de Médicos de Inglaterra.
Pero esos huesos deberían estar en el fondo del océano. Su enorme caja torácica sería un excelente refugio para pulpos, madréporas y pequeños peces asustadizos. En lugar de eso, las costillas están pegadas con cola adhesiva  al esternón y ensartadas a una ristra de vértebras y huesos que cuelgan , bajo el cráneo, de un soporte metálico de casi tres metros. A su lado, subido a un taburete forrado con terciopelo negro, le hace compañía el esqueleto diminuto de un enano siciliano. Charles Byrne hubiera deseado desaparecer, disolverse en el agua, pero soporta, con una forzada sonrisa mineral y en posición de firmes, el paso de los siglos. De pie, en su vitrina. Allí está desde 1782, gracias a la voracidad del doctor John Hunter.
Visualicémonos a nosotros mismos ante esa vitrina, mirando fijamente hacia arriba hasta que nos duelan las cervicales, y , si somos capaces de olvidar el olor a naftalina o a formol que flota en la sala , dejemos volar la imaginación.
Ésta es la breve historia de cómo unos huesos que nunca dejaron de crecer  pasaron desde una pequeña cuna irlandesa de musgo hasta una enorme y fría  vitrina, esquivando su destino: el mar.
Aunque resulta muy difícil discernir los antiguos motivos e inclinaciones de una persona con sólo observar su esqueleto, vamos a presuponer que Charles Byrne, en el fondo y muy a su pesar, era un gran tímido.
Charles fue concebido sobre un montón de heno. Desde el momento en que sus padres se percataron de que habían traído al mundo algo parecido a una equivocación, atribuyeron su desgracia a este hecho. Así mitigaron su culpa y acallaron los rumores de las gentes  de la aldea.
El niño de los Byrne debió de alimentarse de rústicos potajes de patata, como los demás, pero le hacían más provecho que a sus amigos  y su cuerpo crecía sin descanso, y sin vergüenza.
Pronto se percató de que era  más fuerte que los otros niños, que sus manos eran el doble de grandes y que los adultos se iban quedando cada vez más “ahí abajo”. Y aunque las articulaciones le chirriaban en cuanto se movía, desde muy pronto trabajó como un adulto y fue consciente de la impresión que causaba en las mozas de la aldea. Podríamos imaginar que el hecho de sentirse diferente le hubiera podido acomplejar y convertirlo en un ser retraído y melancólico, pero, si alguna vez sintió algo parecido a esto no dudó ni un segundo en apartar de  un enorme manotazo semejante pensamiento de su cabeza, acompañándolo de alguna expresión soez emitida con su grave y tremenda  voz .
Cuando le ofrecieron una vida más fácil exhibiéndose en las barracas de feria de toda Irlanda no se lo pensó dos veces, y superó la pérdida de dignidad con las ventajas de obtener más reputación y dinero. La fiereza de su mirada tras los barrotes de la jaula  se transmitía con muecas de una aldea a otra  y sus demostraciones de fuerza eran conreadas por niños y adultos allá por donde iba. Para mantener constantemente esta pose de dureza necesitó una cierta ayuda: los brebajes que le proporcionaba la  mujer barbuda de la feria y los alcoholes baratos que le ofrecían en las tabernas con tal de poder observarlo de cerca le servían para tal fin. Con veintiún años y tras varias peleas bravas y feas, fue expulsado de la feria de Cork. Decidió marcharse a Londres en busca de nuevos públicos a los que asombrar o de un trabajo mejor.
Al llegar notó que la gente de la calle lo recibía  con mayor avidez por observar lo monstruoso que había en él. Por más que los que le miraban con ojos desorbitados tuvieran las encías sin dientes y las miradas perdidas, necesitaban compararse con alguien aún más repulsivo y así resaltar el menor resquicio de belleza o de bondad que  quedara en ellos.
Al principio la ciudad se comportó como un gigante sórdido y hediondo que trataba de engullirlo, pero con el tiempo su fama le permitió conseguir un trabajo digno. Se mudó a un buen apartamento en Charing Cross y la fortuna le confirmó su valía. El alcohol era mejor y más caro. La prensa se refería a él como el último Coloso vivo y la curiosidad se mezclaba con la codicia en la mirada inquisidora de los médicos que le visitaban.
 Uno  de ellos era el doctor John Hunter, un famoso médico poseedor de una extensa colección de fetos, momias y órganos disecados gracias a los cuales se dejaba admirar por la profesión. Cuando le medía y le exploraba parecía entrar en un éxtasis ensimismado que a Charles nunca le gustó. Por esta razón Charles hizo redactar un testamento  en el que se establecía que al morir sus restos fueran arrojados al mar. No quería caer en las garras  de ningún médico. Toda una vida siendo observado había sido suficiente, el terror de ser exhibido sin su consentimiento le perturbaba más de lo que podía soportar.
El gigante irlandés, como le llamaban, alternaba su vida frívola y complaciente con la alta sociedad con otra oscura y nocturna en los garitos donde bebía para acallar el vértigo que le producía la fama a su delicada sensibilidad. Recordemos que, aunque él no lo supiera, era muy tímido.
Un día, mientras rellenaba su vacío con alcohol, alguien entró en su apartamento y robó todos sus ahorros. No supo a quién acudir para que lo confortara. No se atrevió a pedir ayuda a ningún conocido, y el solo hecho de pensar en tener que mostrar otra vez su supuesta fiereza en ferias y tugurios le hizo  recurrir de nuevo al alcohol. Bebió sin consuelo  hasta que su mente se embotó y su cuerpo cedió al esfuerzo de seguir  viviendo. Tenía veintidós años.
El resto de la historia es fácil de adivinar para quien haya leído entre líneas y sepa que los médicos siempre han gozado de un poder especial en la sociedad, pues en sus manos está la vida y la muerte de sus pacientes. El doctor Hunter tenía dinero, tenía contactos con las funerarias y se dejó llevar por  su rapacidad.
En los cuentos de hadas  los gigantes suelen llevar una vida de miseria y de muerte prematura. No es ninguna broma ser gigante.
Charles Byrne era un tímido gigantesco que un día decidió que no quería ser exhibido nunca más. No le hicimos caso y hoy, en lugar de ser la guarida de un plácido calamar,  nos muestra desde su vitrina cómo es la timidez por dentro.



Este es uno de los relatos de Hormonautas, el relacionado con la hormona del crecimiento por motivos obvios. Lo vuelvo a subir a modo de señuelo. 
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viernes, 4 de diciembre de 2015

Vídeo de la presentación de Hormonautas en Barcelona


Este es el vídeo que grabaron en la SGAE de la presentación de Hormonautas el pasado 26 de noviembre. Presentaron "in situ" Iván Teruel (escritor y profesor de literatura)  y Alejandro Santiago Martínez ( Editorial Nazarí), en "plasma" Rosana Alonso ( escritora) y en "performance" María José Lesmes ( dirigida por Miguelángel Flores).  Tres presentaciones ( real, virtual y escénica) en una.
¡ Gracias a todos los que participaron de manera directa o indirecta y a todos los que en privado me apoyaron y me desearon que fuera muy bien durante los días previos! Sin ese apoyo una no se hubiera atrevido a "exhibirse" con tanta candidez y alegría.