Mi madre nos llevaba siempre como unos pimpollos. Sus niñas. Tres princesitas
ataviadas con los vestidos que ella misma diseñaba y cosía. El mismo modelo para
las tres, aunque distinto en cada ocasión. Con los recortes de tela sobrantes solía
confeccionar piezas de ropa para la Nancy. Recuerdo vagamente que en algún
momento fuimos todas con el mismo vestido de punto de abeja, como cuatro mellizas
menguantes de pesadilla.
Yo
odiaba los vestidos. Y más aún ir disfrazada igual que mis hermanas. No quería que
nadie me relacionara con esas dos mocosas. Me
avergonzaba de aquel uniforme que cambiaba cada temporada y que tantos halagos
proporcionaba a mi madre cuando nos lucía por triplicado ante vecinas y tías.
Un
día, tendría unos seis o siete años, la adolescente que ayudaba a mi madre por
las tardes me llevó al parque infantil mientras ella se quedaba en casa
cuidando de mis hermanas pequeñas. En la primera esquina, al salir, había un
chico esperándola. Aunque le miré y le quise saludar, desde el momento en que
se unió a nosotras yo me convertí en un personaje secundario y totalmente prescindible.
Al
llegar a los columpios, ellos dos se sentaron en uno de los bancos situados en
las esquinas del recinto. Ella se apoyó en
el hombro del chico y deslizó una mano hacia el bolsillo de su chaquetón, para
sentirlo más cerca. Se reían, entrelazaban las manos, y después se miraban fijamente
antes de la siguiente carcajada. Parecía como si se hubieran olvidado de mí. Me
subí al tobogán. Bajé. Ninguno de los dos me vigilaba.
A continuación, me dirigí a una estructura en
forma de cohete espacial en la que cada travesaño era de un color y, si
conseguías trepar hasta lo más alto, debías bajar por un tubo metálico lleno de
óxido situado en el centro. Era fácil que la fricción al abrazarlo te produjese
una quemazón muy desagradable en brazos y piernas. Había que separarse
ligeramente, no aferrarse demasiado para no sufrir esa abrasión. Quise llamar
la atención de mi canguro, pero estaba hablando con su amigo. Me agarré al tubo.
Él me miró, le dio un codazo a ella y sonrió. Bajé. Conseguí aterrizar bien y
no lastimarme las manos con ese cilindro infernal. Él me señaló y soltó una
risotada aparatosa y sonora. Supe que se reía de mí, pero no entendía la razón:
había sido muy valiente, no había pedido ayuda ni había gritado. De repente caí
en la cuenta: me había visto las braguitas. Esas ridículas braguitas de perlé
que me había puesto mi mamá bajo la falda de cuadros escoceses.
Me
dirigí a un banco en la esquina opuesta y me senté cruzando las piernas con
fuerza. Cuanto más las apretaba, más se reía él. La chica no se acercó para
calmarme, se quedó a su lado, atontada, sin reaccionar. El seguía riéndose a
trompicones, parecía que tuviera un ataque de hipo. Después se le quedó una
sonrisa fija en el rostro que me pareció rara. Al rato, ella le dio un golpe en
la espalda, como para desatascarlo. Yo tenía ganas de llorar, y apretaba todo
el cuerpo hacia dentro. Quería plegarlo, arrancarle las extremidades y la
cabeza, como hacía con la Nancy, y luego darle la vuelta hacia el interior
hueco. Desaparecer engullida por uno de los agujeritos de mis bragas de perlé.
Tanto
me encogí que me hice un poco de pis encima.
Aquella
noche apenas pude dormir. Guardé las braguitas de perlé bajo la cama. Al día
siguiente me puse unas bragas tupidas, de algodón gris con puntos blancos y un
lacito que quedaba justo debajo del ombligo.
Por
la tarde, al salir hacia el parque nos encontramos con el chico en el mismo
lugar. Cuando lo tuve enfrente bajé la cabeza y luego le miré ofreciéndole una
mano blandita para caminar junto a él. Sonrió a la chica, complacido y seguro. Yo
aproveché el momento para meterle las bragas de perlé, manchadas de aquel
amarillo fosforescente, en el bolsillo de su chaquetón.
Al
llegar al parque infantil, ellos regresaron a su banco con la intención de mirarse
embobados y hacer manitas. Yo me subí a lo más alto del cohete espacial para
tener las mejores vistas.
Con este relato he quedado finalista en el XVII Concurso de Relatos Cortos para contar en Tres Minutos "Luis del Val". Estoy muy contenta porque se trata de un relato que hacía tiempo que quería echar a volar.