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jueves, 5 de junio de 2025

Sapos venenosos

 


Cinco de agosto de 2020. Estamos en el chalet del pinar, el lugar que llevamos ocho veranos alquilando y cuyo entorno inundado de olor a resina y a plantas aromáticas tanto hemos disfrutado durante este tiempo. Pero llevamos unos días encerrados en el interior de la casa. Apenas salimos. Estamos atemorizados. O mejor, aterrorizados. Hace una semana un individuo que tiene una caseta de aperos en esta zona agreste y protegida puso veneno en los alrededores de su parcela. Nuestras galgas, en el primer paseo de la mañana por la pista forestal, se acercaron a esa mezcla de carne podrida, pienso y pesticida. Y comieron. Lía murió el mismo día, agonizó de la manera más espantosa delante de mis ojos y de los de mi hija Sara mientras la bajábamos al veterinario. Gala sobrevivió milagrosamente, tras ocho horas de drenaje para eliminar los restos del pesticida con los que el hijo de puta al que hemos denunciado impregnó la trampa mortal. Organofosforados y carbamatos, me dijeron los agentes rurales que siguen el caso y que han hecho la autopsia a Lía. Nombres tan horribles e indescifrables como la experiencia que hemos vivido. Pesticidas prohibidos desde hace décadas, que solamente los desaprensivos y los delincuentes se atreven a seguir usando.

Gala sigue muy floja. Hay que observarla. Casi no come. Se le está cayendo el pelo. Las analíticas muestran daño en hígado y páncreas, aunque la última ha salido mejor gracias a la medicación. Es una galga joven, recién adoptada. La fuimos a buscar a Guadalajara y la rescatamos de una muerte segura porque no era muy buena cazando y al galguero no le convenía mantenerla un año más. No paro de pensar sobre la paradoja de que, al llegar a su nuevo hogar fue envenenada por otro cazador que quería deshacerse de un zorro que rondaba por su finca. Ahora está débil. La acaricio y le susurro que tiene que salir adelante, que yo le ayudaré. Probablemente sobrevivirá. Mientras la cuidamos, sentimos el desgarro de la muerte de Lía. Y nos obsesionamos con la posibilidad de que el tipo, al que hemos denunciado, sepa donde vivimos y tire otra bola de carne envenenada por encima de la verja. Saco a la perra atada por el terreno del chalet y me invade un sudor almizclado que huele a miedo. Tengo que hacer compatible la rabia que siento con este temor. El dolor quiere suavizar la ira, pero a ratos no se lo permito y grito, deseándole una muerte espantosa al malnacido que lo ha hecho. Luego regresa el miedo tapándolo todo. Flota en el ambiente como una nube tóxica. Lo que había sido un paraíso se ha convertido súbitamente en un infierno. En mis pesadillas de estos días he revivido las convulsiones, los estertores, los movimientos alucinados de los ojos de Lía y al final esa mirada velada preguntándome qué le estaba pasando. Yo me quiero largar de este lugar, pero tenemos que quedarnos una semana más para sacar adelante todas las gestiones pendientes: revisiones veterinarias, recoger todos los papeles para añadir una querella particular a la denuncia por delito ecológico que están cursando las autoridades. Y, sobre todo, para avisar a los propietarios de que nos retiramos de esa compra de su chalet que estábamos a punto de realizar. La casa nos vomita. No nos quiere.

También la naturaleza nos está rechazando. El pinar que rodea la casa nos ha enviado suficientes señales durante esta semana. Nunca había ocurrido lo que ha pasado estos días. Si no fuera porque son hechos objetivos creería que se trata de proyecciones de nuestro inconsciente aterrorizado.

Anteayer, cuando saqué a Gala por el terreno que rodea la casa, me tiró de la correa para acercarse a olfatear una masa marrón grisácea. Al mirar de cerca vi que era un sapo. Un enorme sapo con el cuerpo desparramado sobre el suelo del mismo color. Me puse a temblar. Me acordé de cuando fuimos a Costa Rica y nos hablaron de los sapos que chupaban los turistas para drogarse, del peligro de que fueran venenosos, de las muertes que producían. Me imaginé al envenenador como un sapo enorme y lleno de verrugas. Metí a la perra en la casa después de que hiciera un raquítico pipí y, a continuación, le pedí a mi marido que sacase el sapo de allí y lo dejara lo más lejos posible.

Ayer Gala ya estaba mejor. Por la mañana nos acompañó en el ritual de despedida de Lía, que consistió en volver al lugar donde se desplomó y empezó a convulsiona y plantar un esqueje de una de las plantas lilas que tanto le gustaba morder. Al atardecer de repente empezó a moverse por el interior del comedor, olfateaba las ventanas, las orejas y la cola en modo alerta de nuevo. Parecía que nos estaba pidiendo salir. Le abrimos la puerta. Estaba oscureciendo. Corrió hacia la parte más distante de la finca. Empezó a ladrar. Oímos unos ruidos muy extraños, como una avalancha. Algo parecido a un gruñido ronco eclipsaba los ladridos de la perra. Una familia de jabalíes intentaba romper la malla metálica por un lateral del margen inferior de la finca y Gala gruñía, corría y les mostraba los dientes desde el otro lado de la valla. Rápidamente la llevamos atada de vuelta al interior del chalet y cerramos la puerta con llave. Esta mañana hemos comprobado los desperfectos en la malla, que casi lograron derribar.

Nunca habíamos visto un sapo en el jardín. Jamás habían intentado entrar los jabalíes. El lugar nos está regurgitando como si fuéramos un trozo de alimento atascado en su esófago. Nos queda una semana. Ahora mismo, la tormenta feroz que nos rodea nos recuerda el poderío implacable que tiene la naturaleza y su desdén por la escala humana. Y, mientras tanto, nuestros cuerpos luchan indecisos entre fuerzas antagónicas: atacar con la denuncia, salir corriendo y no volver aquí nunca más, o quedarnos acurrucados en el interior de una casa que ha dejado de protegernos.   

 

 


jueves, 22 de mayo de 2025

Las braguitas de perlé

 


Mi madre nos llevaba siempre como unos pimpollos. Sus niñas. Tres princesitas ataviadas con los vestidos que ella misma diseñaba y cosía. El mismo modelo para las tres, aunque distinto en cada ocasión. Con los recortes de tela sobrantes solía confeccionar piezas de ropa para la Nancy. Recuerdo vagamente que en algún momento fuimos todas con el mismo vestido de punto de abeja, como cuatro mellizas menguantes de pesadilla.  

            Yo odiaba los vestidos. Y más aún ir disfrazada igual que mis hermanas. No quería que nadie me relacionara con esas dos mocosas. Me avergonzaba de aquel uniforme que cambiaba cada temporada y que tantos halagos proporcionaba a mi madre cuando nos lucía por triplicado ante vecinas y tías.

            Un día, tendría unos seis o siete años, la adolescente que ayudaba a mi madre por las tardes me llevó al parque infantil mientras ella se quedaba en casa cuidando de mis hermanas pequeñas. En la primera esquina, al salir, había un chico esperándola. Aunque le miré y le quise saludar, desde el momento en que se unió a nosotras yo me convertí en un personaje secundario y totalmente prescindible.

            Al llegar a los columpios, ellos dos se sentaron en uno de los bancos situados en las esquinas del recinto. Ella se apoyó en el hombro del chico y deslizó una mano hacia el bolsillo de su chaquetón, para sentirlo más cerca. Se reían, entrelazaban las manos, y después se miraban fijamente antes de la siguiente carcajada. Parecía como si se hubieran olvidado de mí. Me subí al tobogán. Bajé. Ninguno de los dos me vigilaba.

             A continuación, me dirigí a una estructura en forma de cohete espacial en la que cada travesaño era de un color y, si conseguías trepar hasta lo más alto, debías bajar por un tubo metálico lleno de óxido situado en el centro. Era fácil que la fricción al abrazarlo te produjese una quemazón muy desagradable en brazos y piernas. Había que separarse ligeramente, no aferrarse demasiado para no sufrir esa abrasión. Quise llamar la atención de mi canguro, pero estaba hablando con su amigo. Me agarré al tubo. Él me miró, le dio un codazo a ella y sonrió. Bajé. Conseguí aterrizar bien y no lastimarme las manos con ese cilindro infernal. Él me señaló y soltó una risotada aparatosa y sonora. Supe que se reía de mí, pero no entendía la razón: había sido muy valiente, no había pedido ayuda ni había gritado. De repente caí en la cuenta: me había visto las braguitas. Esas ridículas braguitas de perlé que me había puesto mi mamá bajo la falda de cuadros escoceses.

            Me dirigí a un banco en la esquina opuesta y me senté cruzando las piernas con fuerza. Cuanto más las apretaba, más se reía él. La chica no se acercó para calmarme, se quedó a su lado, atontada, sin reaccionar. El seguía riéndose a trompicones, parecía que tuviera un ataque de hipo. Después se le quedó una sonrisa fija en el rostro que me pareció rara. Al rato, ella le dio un golpe en la espalda, como para desatascarlo. Yo tenía ganas de llorar, y apretaba todo el cuerpo hacia dentro. Quería plegarlo, arrancarle las extremidades y la cabeza, como hacía con la Nancy, y luego darle la vuelta hacia el interior hueco. Desaparecer engullida por uno de los agujeritos de mis bragas de perlé.

Tanto me encogí que me hice un poco de pis encima.

Aquella noche apenas pude dormir. Guardé las braguitas de perlé bajo la cama. Al día siguiente me puse unas bragas tupidas, de algodón gris con puntos blancos y un lacito que quedaba justo debajo del ombligo.

Por la tarde, al salir hacia el parque nos encontramos con el chico en el mismo lugar. Cuando lo tuve enfrente bajé la cabeza y luego le miré ofreciéndole una mano blandita para caminar junto a él. Sonrió a la chica, complacido y seguro. Yo aproveché el momento para meterle las bragas de perlé, manchadas de aquel amarillo fosforescente, en el bolsillo de su chaquetón.

Al llegar al parque infantil, ellos regresaron a su banco con la intención de mirarse embobados y hacer manitas. Yo me subí a lo más alto del cohete espacial para tener las mejores vistas. 



Con este relato he quedado finalista en el XVII Concurso de Relatos Cortos para contar en Tres Minutos "Luis del Val". Estoy muy contenta porque se trata de un relato que hacía tiempo que quería echar a volar.