Cinco de
agosto de 2020. Estamos en el chalet del pinar, el lugar que llevamos ocho
veranos alquilando y cuyo entorno inundado de olor a resina y a plantas
aromáticas tanto hemos disfrutado durante este tiempo. Pero llevamos unos días encerrados
en el interior de la casa. Apenas salimos. Estamos atemorizados. O mejor,
aterrorizados. Hace una semana un individuo que tiene una caseta de aperos en esta
zona agreste y protegida puso veneno en los alrededores de su parcela. Nuestras
galgas, en el primer paseo de la mañana por la pista forestal, se acercaron a
esa mezcla de carne podrida, pienso y pesticida. Y comieron. Lía murió el mismo
día, agonizó de la manera más espantosa delante de mis ojos y de los de mi hija
Sara mientras la bajábamos al veterinario. Gala sobrevivió milagrosamente, tras
ocho horas de drenaje para eliminar los restos del pesticida con los que el
hijo de puta al que hemos denunciado impregnó la trampa mortal. Organofosforados y
carbamatos, me dijeron los agentes rurales que siguen el caso y que han hecho
la autopsia a Lía. Nombres tan horribles e indescifrables como la experiencia
que hemos vivido. Pesticidas prohibidos desde hace décadas, que solamente los
desaprensivos y los delincuentes se atreven a seguir usando.
Gala sigue muy floja. Hay que observarla. Casi no come. Se le está
cayendo el pelo. Las analíticas muestran daño en hígado y páncreas, aunque la
última ha salido mejor gracias a la medicación. Es una galga joven, recién
adoptada. La fuimos a buscar a Guadalajara y la rescatamos de una muerte segura
porque no era muy buena cazando y al galguero no le convenía mantenerla un año
más. No paro de pensar sobre la paradoja de que, al llegar a su nuevo hogar fue
envenenada por otro cazador que quería deshacerse de un zorro que rondaba por
su finca. Ahora está débil. La acaricio y le susurro que tiene que salir
adelante, que yo le ayudaré. Probablemente sobrevivirá. Mientras la cuidamos,
sentimos el desgarro de la muerte de Lía. Y nos obsesionamos con la posibilidad
de que el tipo, al que hemos denunciado, sepa donde vivimos y tire otra bola de
carne envenenada por encima de la verja. Saco a la perra atada por el terreno
del chalet y me invade un sudor almizclado que huele a miedo. Tengo que hacer
compatible la rabia que siento con este temor. El dolor quiere suavizar la ira,
pero a ratos no se lo permito y grito, deseándole una muerte espantosa al
malnacido que lo ha hecho. Luego regresa el miedo tapándolo todo. Flota en el
ambiente como una nube tóxica. Lo que había sido un paraíso se ha convertido
súbitamente en un infierno. En mis pesadillas de estos días he revivido las
convulsiones, los estertores, los movimientos alucinados de los ojos de Lía y
al final esa mirada velada preguntándome qué le estaba pasando. Yo me quiero
largar de este lugar, pero tenemos que quedarnos una semana más para sacar
adelante todas las gestiones pendientes: revisiones veterinarias, recoger todos
los papeles para añadir una querella particular a la denuncia por delito
ecológico que están cursando las autoridades. Y, sobre todo, para avisar a los
propietarios de que nos retiramos de esa compra de su chalet que estábamos a
punto de realizar. La casa nos vomita. No nos quiere.
También la naturaleza nos está rechazando. El pinar que rodea la casa nos
ha enviado suficientes señales durante esta semana. Nunca había ocurrido lo que
ha pasado estos días. Si no fuera porque son hechos objetivos creería que se
trata de proyecciones de nuestro inconsciente aterrorizado.
Anteayer, cuando saqué a Gala por el terreno que rodea la casa, me tiró
de la correa para acercarse a olfatear una masa marrón grisácea. Al mirar de
cerca vi que era un sapo. Un enorme sapo con el cuerpo desparramado sobre el
suelo del mismo color. Me puse a temblar. Me acordé de cuando fuimos a Costa
Rica y nos hablaron de los sapos que chupaban los turistas para drogarse, del
peligro de que fueran venenosos, de las muertes que producían. Me imaginé al
envenenador como un sapo enorme y lleno de verrugas. Metí a la perra en la casa
después de que hiciera un raquítico pipí y, a continuación, le pedí a mi marido
que sacase el sapo de allí y lo dejara lo más lejos posible.
Ayer Gala ya estaba mejor. Por la mañana nos acompañó en el ritual de
despedida de Lía, que consistió en volver al lugar donde se desplomó y empezó a
convulsiona y plantar un esqueje de una de las plantas lilas que tanto le
gustaba morder. Al atardecer de repente empezó a moverse por el interior del
comedor, olfateaba las ventanas, las orejas y la cola en modo alerta de nuevo. Parecía
que nos estaba pidiendo salir. Le abrimos la puerta. Estaba oscureciendo.
Corrió hacia la parte más distante de la finca. Empezó a ladrar. Oímos unos ruidos
muy extraños, como una avalancha. Algo parecido a un gruñido ronco eclipsaba
los ladridos de la perra. Una familia de jabalíes intentaba romper la malla
metálica por un lateral del margen inferior de la finca y Gala gruñía, corría y
les mostraba los dientes desde el otro lado de la valla. Rápidamente la
llevamos atada de vuelta al interior del chalet y cerramos la puerta con llave.
Esta mañana hemos comprobado los desperfectos en la malla, que casi lograron
derribar.
Nunca habíamos visto un sapo en el jardín. Jamás habían intentado entrar
los jabalíes. El lugar nos está regurgitando como si fuéramos un trozo de
alimento atascado en su esófago. Nos queda una semana. Ahora mismo, la tormenta
feroz que nos rodea nos recuerda el poderío implacable que tiene la naturaleza
y su desdén por la escala humana. Y, mientras tanto, nuestros cuerpos luchan indecisos
entre fuerzas antagónicas: atacar con la denuncia, salir corriendo y no volver
aquí nunca más, o quedarnos acurrucados en el interior de una casa que ha
dejado de protegernos.