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jueves, 20 de abril de 2023

Una muerte prematura

 

                                               Fotografía del blog de La Microbiblioteca


La ceremonia resultó de lo más emotiva, y se ciñó a lo que ella había ido planificando con tanto esmero durante los últimos años. Serrat, Madredeus y Albinoni, cada tema en su momento. Diez ramos de rosas. Todas blancas, como había repetido hasta el empacho. Los invitados, de etiqueta, dibujando un semicírculo. Parlamentos en el orden prescrito: primero su amiga del alma, después el marido y al final unas palabras de sus adoradas niñas. Cada intervención iba acompañada de ojos enrojecidos y voz vacilante, como suele suceder tras un ataque de risa incontrolado. Al recordar sus paellas con el arroz pasado, o mencionar la exasperante obsesión por que nada escapara de su control en el guion de su funeral, los asistentes estallaban en carcajadas.

No podíamos más, mamá ─dijo la hija adolescente─ y hemos decidido que tenías que disfrutar de tu obra maestra en el más acá.  

La homenajeada, que acudió engañada a la reunión, observaba atónita la puesta en escena de su gran proyecto vital. Tan encantada quedó que ─tras ajustar un par de detalles de la escenografía y cambiar un plato del cáterin─ suspiró aliviada, y resuelta a no volver a morirse en una buena temporada.

 

Con este microrrelato he resultado ganadora de la convocatoria de marzo en categoría castellano en La Microbiblioteca. Aquí en el blog de la Microbiblioteca. Afirmaré  que estoy exultante de alegría ( porque no se puede decir más cursi y emotivo, pero real). Gracias a quien sea que le haya gustado y lo haya votado

martes, 18 de abril de 2023

Un caso difícil

                                                                             Fotografía propia


Los síntomas se agravaron con el tiempo. La última temporada antes del ingreso deliraba y decía que alguien manipulaba los genes de los mosquitos para que le picaran sólo a él. En un momento de lucidez supo que necesitaba ayuda. Eligió el psiquiátrico más prestigioso del país, los mejores especialistas en paranoia garantizaban su curación en un año.

Para poder costearse una terapia tan larga tuvo que acudir a varios prestamistas. Consiguió el dinero. Ingresó.

Nueve meses después, y contra todo pronóstico, está curado. Todo el personal aplaude cuando el director le entrega el parte de alta. Ahora sabe que su vecino no le espía, menuda tontería pensar que sus colegas le robaban información, despedirá al detective que seguía a su novia y descarta que aquel camarero tan feo quisiera envenenarle. Con los brazos impregnados en repelente para insectos se despide de las enfermeras, que ya no le miran raro.

Sale del hospital radiante como un actor de película de sobremesa, pero en cuanto pisa la calle arranca a correr. Cada vez están más cerca. Nota su resuello ahí atrás, un fragor de tsunami que se aproxima. Huye por la esquina de las basuras. A mitad del pasadizo, un calambre repta por su espinazo, baja a trompicones por las vértebras y se ancla en una toma a tierra que lo frena sin remedio. A sus espaldas las paredes hediondas del callejón amplifican un rugido.

Son las hordas de sus acreedores, que vienen a por él.