Trasladarse
y conversar
Life
is weird. Esa
fue la moraleja que sacó tras explicarme un episodio de su primer
trabajo.
Steve viajó a los once años desde Azerbaiyán a Estados Unidos para estudiar y vivir con una familia americana. Su padre llevaba demasiado tiempo diciendo que un día se irían a vivir a los Estados Unidos, estaba obsesionado con esa idea. No quería contradecirse a sí mismo, pero antes de ir él envió a su hijo de avanzadilla. Ocho años después le alcanzaron los demás: los padres, cinco hermanos y seis hermanas. El padre trabajó toda su vida en un bazar, en Brooklyn. Murió diez años atrás y la madre quedó viuda al cargo de unos cuantos hijos menores. Ahora él tiene 38 años y una cara de pillo que inmediatamente me fascinó y me puso en alerta. Viaja a San José de Costa Rica sentado a mi lado en el avión de United que acaba de salir de un Newark congelado. No tardamos ni diez minutos en empezar a dosificar nuestras autobiografías, en capítulos aleatorios. No importa, tenemos cinco horas por delante y Quique se duerme enseguida (¿No tendrá celos tu marido de que hables conmigo?, me pregunta en un momento de la conversación). Dispone de cuatro días libres, ha puesto el dedo en un mapamundi hace unas horas y ha comprado un billete de avión. No ha reservado nada, algo encontrará. Es la única manera que tiene de desconectar de su trabajo coordinando camiones de mercancías.
Steve viajó a los once años desde Azerbaiyán a Estados Unidos para estudiar y vivir con una familia americana. Su padre llevaba demasiado tiempo diciendo que un día se irían a vivir a los Estados Unidos, estaba obsesionado con esa idea. No quería contradecirse a sí mismo, pero antes de ir él envió a su hijo de avanzadilla. Ocho años después le alcanzaron los demás: los padres, cinco hermanos y seis hermanas. El padre trabajó toda su vida en un bazar, en Brooklyn. Murió diez años atrás y la madre quedó viuda al cargo de unos cuantos hijos menores. Ahora él tiene 38 años y una cara de pillo que inmediatamente me fascinó y me puso en alerta. Viaja a San José de Costa Rica sentado a mi lado en el avión de United que acaba de salir de un Newark congelado. No tardamos ni diez minutos en empezar a dosificar nuestras autobiografías, en capítulos aleatorios. No importa, tenemos cinco horas por delante y Quique se duerme enseguida (¿No tendrá celos tu marido de que hables conmigo?, me pregunta en un momento de la conversación). Dispone de cuatro días libres, ha puesto el dedo en un mapamundi hace unas horas y ha comprado un billete de avión. No ha reservado nada, algo encontrará. Es la única manera que tiene de desconectar de su trabajo coordinando camiones de mercancías.
Steve me habla de sus dos
matrimonios fallidos, de los dos hijos que tuvo con su segunda esposa, uno de
los cuales le había subido a su móvil un juego el último fin de semana que
estuvo con ellos. De las diferencias culturales irreconciliables entre su
ex-mujer, americana de pura cepa que siempre acuesta a los hijos a la misma hora
y no permite que las circunstancias se interpongan en lo que ella considera que es correcto, y su carácter inquieto y aventurero. Pero él adora a sus hijos,
lo pasa de maravilla con ellos. Mientras
lo dice una veta de melancolía atraviesa su mirada y, como si de repente buscara
un sentido, me suelta: “Tú puedes planificar si quieres, pero luego las cosas
salen como al destino, o a Jesús o a Mahoma o a algo exterior a ti le place. No
controlas casi nada. Life is weird.”
A lo largo del viaje por Costa
Rica posterior a este vuelo, tuve más oportunidades de escuchar historias
improvisadas, resúmenes de vidas que se intercambian como cromos para
contárnoslas a nosotros mismos y a otros, siempre y cuando los interlocutores sean
personas desconocidas a las que no
vamos a ver nunca más. Curiosamente también fueron hombres, llenos de
cicatrices por fuera y por dentro pero capaces de comunicarse con lo que al
principio creían que era una gringa. Como el viaje lo organizó mi hijo Víctor con los
estándares del presupuesto con el que se manejaba él en ese país y su
proverbial austeridad, los cincuentones de sus padres hicieron un viaje de
mochileros. Confort mínimo. Máxima exposición a un entorno puro, sin adulterar
por los tejemanejes de los circuitos turísticos.
Nos desplazamos siempre en autocar, espacio ideal para confidencias ante la perspectiva de
trayectos de al menos cuatro horas.
Así, en el trayecto hacia el
volcán Irazú, mientras el autocar jadeaba subiendo el desnivel de 3000 metros
que había desde la capital hasta el volcán, mi vecino de asiento me resume su biografía de costarricense que regresa a su país para una visita a su padre
nonagenario, después de vivir desde los 18 en los Estados Unidos. Es la versión
mestiza de uno de esos cuerpos maduros pero poderosos pintados por Miguel Ángel
o por Leonardo. Un dios, o un esclavo. A punto de jubilarse, ha vivido su
particular sueño americano. Con sus hijos y nietos no puede hablar en español. Mi mujer es de allí y yo estaba trabajando
cuando los chicos eran pequeños, se justifica. Aunque no ha conseguido acostumbrarse al frío ya no
volvería, me dice. Me habla modelando
sus palabras con sus manos de gigante. Sabía levantar paredes cuando se fue,
pero allí aprendió los complementos de electricista, plomero y todo lo demás
para que ahora pueda ser el que controla a toda la cuadrilla en las reformas
que le encargan.
Las manos del siguiente venden
lotería. El autocar va para Chacarita, donde tomaremos otro hacia Corcovado.
Todavía no sabemos que tendremos que esperar cuatro horas en una gasolinera en
el medio de la nada. Vende lotería y tiene una soda (bar) que regenta su
familia. Antes trabajó para la United
Fruit Company, o la Yunai como
ellos llaman a la compañía bananera norteamericana. Cuando tenía 21 años,
recién casado, la hélice de un tractor le seccionó un dedo y medio (todo el
meñique y la mitad del pulgar). Me lo muestra. No parece que le falte el meñique,
simplemente si te fijas ves que tiene un dedo menos. Lo del pulgar es más
patente. Su mujer le dijo que ya no quería saber nada más de él, que le daba asco con esa mano. Un día, al
llegar vio que había vaciado la casa y se había marchado con todo. Luego ha
tenido otras dos.Con la última de ellas después de treinta y siete años ya no se
llevan bien, aunque viven en la misma casa. Se acabó el amor, así lo cuenta.
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La religiosidad llega a todos los ámbitos |
Se baja en Palmar a buscar la
lotería. Más tarde entra un señor ciego. Saluda a todo el mundo y felicita el
año al conductor. Su mujer le hace una broma cariñosa mientras le guía por un
pasillo abarrotado. “¡Córranse, por favor, colaboren!”, pide el conductor cada
vez que entra alguien más a un autocar cuya ocupación ya triplica sus plazas. Jesucristo
también nos lo suplica desde las ventanas. Se sienta a mi lado y enseguida me
da conversación. Me cuenta que está regresando a casa con su mujer y su hija
Carla. Él se llama Carlos, y su mujer es
mucho más joven que él. Se interesa por
mi país, por mis hijos, por mi vida. Me dice que aunque no me vea físicamente
está muy contento de hablar conmigo. Que salude a mi hijo Carlos de parte de un
Carlos “tico” que su mamá ha conocido. Me cuenta, con una tranquilidad
inaudita, que perdió la vista en el 2006 después de una operación en el ojo con
el que veía mejor. Estaba solo y no pudo demandar. Ahora su mujer le ayuda
mucho para ir a los sitios y orientarse. Me habla del portero del Real Madrid,
de lo bien que se está en casa, de la gente de su pueblo…de su rutina diaria. Y
yo quedo empapada de su alegría de vivir como si fuera una lluvia del trópico.
En mi vida diaria hay una
lucha constante entre mi interés por la gente y la discreción que nos imponemos
los introvertidos a nosotros mismos. Entre
ver y que me vean, elijo siempre ver sin ser vista. Pero cuando viajo me transformo en alguien
que se atreve a preguntarle a un extraño cosas tan intimas como si se sintió
abandonado cuando lo enviaron a otra familia con once años, qué le pasó en esa
mano que no tiene dedos, cómo se siente al regresar a su país, o por qué no demandó
a quienes le dejaron ciego.
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Con Víctor, el primer día del reencuentro |