Y. Salazar
Levantó la mano y dijo, con
pasmosa naturalidad, que él sabía que el páncreas era lo primero que se pudría en
el cuerpo. Que lo sabía porque se lo explicó el médico cuando estuvo en la
autopsia de su tío.
Creo recordar que estábamos
estudiando Metabolismo. Una clase más de biología de segundo de bachillerato.
Comentábamos algo sobre las hormonas pancreáticas que regulan el nivel de
azúcar en la sangre. De repente, la clase de ciencias había terminado. Nadie
quería saber nada más sobre la regulación de la glucemia. Como una hidra de mil
cabezas sus compañeros le miraron componiendo un enorme interrogante entre las
cejas y las bocas. ¿Cómo que la autopsia
de tu tío?
Explicó que cuando vivía en Colombia,
cuatro años atrás, un día le avisaron por teléfono de que habían robado y
asesinado a su tío. Pedían que un familiar cercano se acercara a reconocer el
cadáver. Él era el único en casa en ese momento. Imposible avisar a sus padres,
nadie tenía móvil por aquel entonces. Iría él.
La morgue estaba en un
callejón inhóspito de un barrio peligroso. Era una única habitación, sin
recibidor. Un cubículo en el que el médico ya había empezado la autopsia.
Cuando abrió y vio a un chico de catorce años en la puerta prefirió dejarlo
pasar antes que arriesgarse a que él también fuera atacado en la calle mientras
esperaban a algún adulto de la familia. Entró. Lo reconoció. Y se quedó a
observar el resto del procedimiento. Al preguntar de dónde procedía ese olor
hediondo el médico le dijo que era el páncreas.
Los demás alumnos de la clase
lo miraban como si alguien hubiera rasgado el suelo del aula y les separase un
abismo abierto ante sus pies. Le interrogaron, le pidieron detalles sobre su
reacción, sobre la de sus padres. Con la mansedumbre de quien no se altera ya con casi nada, les iba contestando. Como si le quitase importancia al asunto, como
si quisiera seguir hablando de las hormonas del páncreas.
Al terminar la clase se quedó
a charlar un rato conmigo. Me mostró una cicatriz muy fea en su hombro,
resultado de una pelea callejera de esa misma época. Esa herida, fruto de sus
devaneos pandilleros, y el episodio de su tío acabaron por decidir a sus padres.
Lo dejaron todo y se vinieron para acá.
Tres años después de recibir por
primera vez en mi clase de cuarto a aquel alumno tranquilo e inteligente, me
enseñaba sus cicatrices.
La hermandad de las cazadoras de
hombres
Andrea proclama que ella es una “hombreriega”. Suena
raro pero no encuentra otra palabra.
A la salida del Museo de Tecnología que acaba de visitar con los de su clase no
tiene ningún empacho en gritar ¡menudo pibón! cuando pasa un tipo que
le mola, y saludarle con gestos muy elocuentes.
Ella y sus amigas quieren emular a los hombres y acumular ligues para luego
contarlo. Cuarenta novios es su objetivo. Si ellos pueden ellas también. Y solo
tienen trece años, toda una vida por delante para conseguir su propósito.
Ahora, en el descanso que los profes les dan para
comer en una plaza, se contonean y bailan canciones emitidas por unos
micro-altavoces que llevan conectados a un mp3.
Ella, Karla, Sandra y Nicole -dinamita pura las
cuatro- rodean a Oscar y lo colocan en el medio de su abrazo bamboleante, haciendo
que su cabeza vaya a parar justo en el centro del escote colectivo. Oscar, que parece dos años menor, vira
al rojo y parece como si menguara aun más. Huye del abrazo sabrosón y se refugia en el
grupo de los que juegan a la pelota, todavía incandescente por un rato.
Después intercambiarán facebooks con unos
chavales desconocidos que acuden con monopatín al llamado de las feromonas de
las chicas, sin sospechar que no son más que candidatos a ser otros insectos atrapados en la telaraña que han tejido las “miembras” de la hermandad.
Everything’s Gonna Be
Alrigth
Ahora están mejor, sí, aunque como el piso es muy antiguo hay bastantes cucarachas, explica mientras sonríe con dulzura. Han avisado al ayuntamiento, pero no hay respuesta.
Peor era cuando vivían los cuatro en aquella habitación así de pequeña -tamaño que me muestra abarcando con sus brazos una esquina del aula. Y todavía peor cuando llegaron y aquel conocido de su padre que les había prometido alojarles durante un mes los echó a la calle el segundo día. Solo se acuerda de que caminaron muchas horas por Barcelona. Era de noche. No recuerda cómo lo hicieron, pero al final llegaron hasta aquí y se sentaron en las escaleras que hay delante del mercado. Estaba bastante oscuro aunque aún no era noche cerrada -de eso se acuerda- cuando otros nigerianos los vieron y uno de ellos les invitó a dormir en su piso. Luego fue lo de la habitación y más adelante, al nacer su hermanita, se mudaron al piso.
A ella le gusta mucho cantar, ha grabado algunos temas y también ha actuado en la radio. Disfruta de las celebraciones de su iglesia los domingos. Es presumida y elegante. Tiene un fibroso cuerpo de atleta y una determinación mansa pero a prueba de contratiempos. Y su sonrisa. Cuando se lo hago notar, se hace consciente de que puede hablar en cuatro idiomas. Solamente hace cinco años que llegó al instituto y no ha perdido ningún curso. Al principio no podía entender que los alumnos no trataran de usted a los profesores. Ha conseguido llegar a segundo de bachillerato, aunque sabe que podría repetir este curso. Justamente ahora que su padre quiere marcharse a buscar trabajo a Londres. No sabe si podrá ir con ellos. Quiere acabar los estudios aquí. Además tiene que solucionar primero un lío con los papeles de su DNI. Su madre prefiere quedarse, ya se ha acostumbrado a esto y ahora está haciendo un curso para poder trabajar. No quiere ni pensar en empezar otra vez desde el principio. Vuelve a sonreír mostrando sus dientes blanquísimos y me dice que aún no saben cómo lo harán, pero que tiene la esperanza de que todo va a salir bien.

Fotografías con el permiso de l@s protagonistas