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martes, 25 de noviembre de 2014

Troya

Fotografía de Elías Ruiz Monserrat


En el mismo instante en que el equipo de arqueólogos comunicó que habían localizado las ruinas de Troya, una sacudida sísmica recorrió la espina dorsal del resto de las Artes y las Ciencias. Expertos de todas las disciplinas entraron inmediatamente en acción. Desde entonces todos quieren saber. Equipos oceanográficos rastrean el centro del Atlántico en busca de cierto continente sumergido. Geólogos y buscadores de oro insisten en haber vislumbrado destellos de El Dorado selva adentro. Un congreso de filólogos se ha reunido de urgencia para debatir sobre la pipa incorrupta encontrada en un sótano de Baker Street y también sobre esa trenza desvaída que luce una calavera en la cripta veronesa de la familia Capuleto.
Los zoólogos buscan dragones en el orden de los Saurios. Los alquimistas se afanan en sus laboratorios. Hay indicios de que el esqueleto congelado del gigante hallado en Katmandú pertenezca a un tal Yeti, y en los lagos escoceses patrullan las lanchas día y noche.

Aprovechando este universal despliegue de curiosidad, yo estoy empeñada en averiguar de una vez si es cierto eso que me repites cada vez que te arrepientes de hacerme lo que me haces. Esa absurda fantasía de decirme que me quieres.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Traduttore traditore

                                   
La tutora de primero de bachillerato enseguida se percató del enorme potencial de Abdelilah. Poseía ese tipo de inteligencia natural que tienen algunos chicos que les permite entender los conceptos más abstractos a la primera y a la vez estar al tanto de todo lo que ocurre alrededor, y colocarse siempre en una posición ventajosa. Pero tenía un gran defecto, que en bachillerato podía llegar a convertirse en un lastre: era un gandul de tomo y lomo. Si no cambiaba de actitud y se ponía a trabajar inmediatamente, las notas de la primera evaluación se iban a resentir y sería una verdadera lástima que abandonase los estudios.
Decidió pedir una entrevista con sus padres para tratar de reconducir la situación.
Cuando acudieron a la cita, el padre ataviado con una chilaba y la madre cubierta con el chaddar, se dio cuenta de que, aunque ya hacía cinco años que habían llegado de Marruecos, eran incapaces de entenderle y de mantener una conversación. Ella no había caído en pedir con tiempo el servicio de intérpretes que ofrecía el ayuntamiento, así que como último remedio para no perder la entrevista , fue a buscar a Abdelilah para que él mismo hiciera la traducción simultánea de lo que les quería comunicar.
La tutora comenzó alabando la inteligencia del chico y su buena integración en el grupo. Los padres escuchaban a su hijo y sonreían complacidos, mientras miraban alternativamente a la profesora y al chaval.
Pero cuál fue su sorpresa cuando vio que mantenían idéntica expresión de satisfacción y beatitud mientras el chico supuestamente les traducía todas las quejas acerca de su vagancia y la advertencia sobre los malos resultados que iba a tener.

Aunque se lo dijo bien claro a su traductor traicionero, al terminar el encuentro no estaba segura de que se hubieran enterado que les citaba para otra reunión con la intérprete del ayuntamiento. 




La tutora de primer de batxillerat de seguida va adonar-se de l'enorme potencial d'Abdelilah. Posseïa aquell tipus d'intel·ligència natural que tenen alguns nois, que els permet entendre els conceptes més abstractes a la primera i alhora estar al corrent de tot el que passa al voltant, i col·locar-se  sempre en una posició avantatjosa. Però tenia un gran defecte, que en batxillerat podia arribar a convertir-se en un llast: era un mandrós integral. Si no canviava d'actitud i no es posava a treballar immediatament, les notes de la primera avaluació se'n ressentirien i seria una veritable llàstima que abandonés els estudis.
            Va decidir demanar una entrevista amb els seus pares per intentar reconduir la situació.
            Quan van acudir a la cita, el pare abillat  amb una gel·laba i la mare coberta amb el chaddar, es va adonar que, tot i que ja feia cinc anys que havien arribat del Marroc, eren incapaços d'entendre-la i de mantenir una conversa. Ella no havia caigut a demanar amb temps el servei d'intèrprets que oferia l'ajuntament, així que com a última solució per no perdre l'entrevista, va anar a buscar Abdelilah perquè ell mateix fes la traducció simultània del que els volia comunicar.
            La tutora va començar lloant la intel·ligència del noi i la seva bona integració al grup classe. Els pares escoltaven el seu fill i somreien complaguts, mentre miraven alternativament a la professora i al xaval.
            Però quina va ser la seva sorpresa quan va veure que mantenien idèntica expressió de satisfacció i beatitud mentre el noi suposadament els traduïa totes les queixes sobre la seva vagància i l'advertència sobre els mals resultats que aconseguiria.
Encara que ho va dir ben clar al traductor traïdor, en acabar la trobada no estava segura que s'haguessin assabentat que els citava per a una altra reunió amb la intèrpret de l'ajuntament.

La Mònica Gispert, que aquest dijous ens farà de presentadora a Vilafranca, ens ha fet aquests fantàstics dibuixos que són igualets igualets al Jordi i a mi. Gràcies!!
Y gracias a Mel Nebrea por compartir conmigo esta situación.


viernes, 14 de noviembre de 2014

Las misteriosas escaleras de clausura



Todas nos preguntábamos qué habría exactamente al final de aquellas escaleras.
En el colegio de las teresianas de Tortosa los pasillos eran amplios y luminosos. Las aulas-situadas simétricamente a ambos lados del pasillo- eran diáfanas, sin columnas ni rincones. Un aroma a lejía y a orden impregnaba la atmósfera del edificio y nos transmitía la confortable sensación de que todo estaba bien en el orden del Universo. Incluso las estatuas de santos y vírgenes, estilizadas tallas de madera clara sin apenas detalles, reforzaban esa idea de sencillez y transparencia.
Pero había una parte del edificio que despertaba nuestra sed de misterio y oscuridad. Eran las escaleras que llevaban a las habitaciones de las monjas. Por supuesto, teníamos totalmente prohibido subir por esas escaleras, aunque el acceso a la clausura se ubicaba en una zona por la que teníamos que pasar constantemente si el aula estaba en el segundo piso.
Cada vez que pasaba por allí me imaginaba cómo debían ser esas habitaciones: austeras celdas con una tinaja y una estantería, una cruz en el cabezal de la cama de hierro y una biblia en la mesilla de noche. Predominaría el color blanco con algunos toques de marrón. También habría una percha con el hábito de recambio y una rasposa manta de lana a los pies del somier. Sin espejos donde mirarse, no tendrían que preocuparse de comprobar si se habían colocado bien la cofia cada mañana, tan habilidosas eran que acertaban a la primera el complicado mecanismo de esconder en ella todo el pelo.
Elucubrar sobre los rituales de aseo de las monjas era algo que me fascinaba, pues estaba convencida de que para ellas regían otro tipo de leyes naturales que para el común de los mortales. Solían mostrar una palidez especial en la piel. No era que les faltara pigmento, como nos ocurre a las personas de piel muy blanca. Era otra cosa, una calidad distinta, una leve transparencia que dejaba adivinar fluidos internos y que no permitía la formación de arrugas ni de marcas de expresión, al contrario de los que les ocurría a otras mujeres de su edad, como a nuestras propias madres.
Ese era otro misterio: saber cuántos años tenían.
Probablemente era la textura de su piel lo que les confería una edad indefinida, casi eterna. Digamos que se plantaban en la edad de Cristo y mantenían el mismo aspecto hasta la vejez. Lo mismo ocurría con su pelo, que permanecía -lo poco que asomaba bajo su cofia- sin canas durante décadas.
Así, mientras nuestras habitaciones estaban repletas de posters, camisetas sucias, libros y discos, esas celdas impolutas y algo húmedas eran el símbolo del vacío, de la soledad, de la nada.
A veces fantaseaba sobre qué debían de hacer en sus celdas después de los rezos vespertinos ¿Se reunían unas en las habitaciones de las otras para charlar como hacían las internas del colegio? O quizás se recogían en la inmovilidad y el silencio de su habitación para mantener la tersura de su cutis intacta. Nuestras madres no tenían la libertad que proporciona una habitación propia. ¿Añoraban a la familia que no se habían permitido tener para ser la “madres” de todas nosotras? ¿Soñaban alguna vez con que alguien las acariciara?

Las escaleras de clausura ascendían y ascendían por encima de nuestra vista, llegando mucho más allá que la estricta prohibición de no subirlas.


                 Dedico esta entrada a mis antiguas compañeras del colegio.Tras muchos años de subir diferentes escaleras nos hemos reencontrado y hemos podido recuperar así toda nuestra infancia colectiva.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Una situación extraordinaria



Una no puede resistirse a colgar la invitación cuando la ciudad a la que va a presentar su primer libro es su ciudad natal.Y más si la presentación se hace al lado de la casa familiar,  los presentadores son personas conocidas de toda la vida y las lectoras son las compañeras de primaria del colegio reencontradas y reconvertidas en amigas. No deja de ser una situación extraordinaria.

martes, 4 de noviembre de 2014

Día de limpieza


Lucien Freud 

En el pasaje entre los bloques de Santa Córdula y Santa Cándida todo son flores y mujeres limpiando. Cubos de agua jabonosa y estropajos en mano, las mujeres se arremangan y frotan a fondo la fachada familiar, barren las repisas y arreglan las flores en las ventanas. Los hombres, vestidos para la ocasión, miran y a veces ayudan con desgana yendo a buscar una escalera o devolviendo una escoba a la comunidad, pero sin entender a qué obedece tanto énfasis. 
Acompaño a mi padre, me acomodo a su torpe caminar y a medida que avanzamos  las escenas se deslizan a nuestro paso: una niña se besa la mano y deposita el beso en la cara satinada de su tía, que la contempla sonriente. Una mujer se inclina para limpiar un jarro con agua y jabón tratando de no mojarse el vestido. Más adelante, una tribu calé ocupa toda la calle San Mateo, obstaculizando el paso de otros paseantes que se creen más ilustres y los miran de reojo. El abuelo está sentado en una silla plegable y una mujer joven da de mamar de pie al más pequeño de sus hijos. Los demás churumbeles la envuelven con sus correrías. Dos adolescentes hacen un aparte para hablar de sus cosas, usando el verbo pillar y algunos adjetivos que se escurren al oído. 
Todo el mundo ocupa las calles.  Algunos pasean, otros charlan en corrillos con los suyos. Es fácil encontrar a amigos de la infancia, que ahora parecen difuminados con un trazo más leve, saludar a tíos lejanos o a conocidos de tus padres a los que apenas reconoces. Todos se dicen palabras suaves, sentidas, conformadas. Una especie de melancolía festiva flota en el ambiente, como cada año por estas fechas.
Antes de llegar a lo de los nuestros, mi padre me explica a quienes vamos a encontrar y cómo hemos de proceder cuando se abra la puerta. Cuando llegue el momento, dice,  él entrará el primero, y preferiría hacerlo por la puerta de la derecha, donde están sus parientes más cercanos: su padre y su abuela Leonor. Pero lo más importante es aprovechar su ingreso para  renovar la placa que cubre la entrada doble antes de que se caiga a pedazos. Por fin llegamos. Antes siquiera de poder abrir la bolsa con los trapos y las flores ya ha desplegado ante mis ojos el folio, con absoluta naturalidad. ”Granito negro-sudáfrica de 2 cm, visera, tornillos de anclaje y pomos con grabación de número y familia” reza el presupuesto más barato que ha encontrado. Me lo da para que tenga una copia y me encargue yo del asunto de la lápida. Observo el papel fijamente. A él no sé cómo mirarle. 

Recortada por un encaje de cipreses, una magnífica luz de otoño ilumina la celebración del día de difuntos en las calles del cementerio de la ciudad donde nací.

Duane Keiser